Hoy reflexionaba con un amigo sobre la «inclusión» como paradigma educativo.
Hace mucho que no estoy seguro de este enfoque. No sólo desde un punto de vista etimológico (la palabra «inclusión» tiene el mismo origen que «encerrar»), sino, también, con lo que conlleva: un sistema de cuotas.
Desde este enfoque, hay un número limitado de estudiantes que son «incluidos» (en el Perú dos alumnos discapacitados por cada aula) junto con la población no discapacitada-neurotípica. Si admitimos que el mundo es neurodiverso, ¿cuál es la pertinencia de esta cuota? Parecería que este enfoque perpetúa la discriminación que viven en tantos otros ámbitos las minorías neurodivergentes.
Se nos dirá que es para adecuar mejor el entorno para este tipo de estudiantes, que no siempre se puede estar preparado. Es una cuestión, lamentablemente, de recursos económicos: un aula que no fuese «inclusiva» sino «(neuro)diversa» (sin cuotas) sería más costosa en cuanto a la infraestructura y a los maestros capacitados para guiar el aprendizaje de cada quien, según sus necesidades de apoyo, tanto en lo cognitivo como en lo corporal.
Debemos virar nuestra mirada hacia la «convivencia» creando un nuevo pacto social entre neurotípicos y minorías neurodivergentes. La «inclusión» está diseñada, bajo un ropaje de progreso (y podría serlo frente al enfoque «integrador»), para satisfacer acaso la mala conciencia neurotípica de estar «haciendo algo por estas minorías». Convivir, más bien, es una tarea necesaria si creemos en el respeto a la vida y a los derechos universales y particulares. Bastará con preguntarse en qué se diferencian estas dos frases:
(1) «Te incluyo en la fiesta».
(2) «Te invito a la fiesta».
¿Usted cuál prefería escuchar?
De nuestra respuesta ha de nacer la reflexión sobre los deberes de la mayoría neurotípica. Sobre su ética también.