Los problemas a los que se enfrenta el autismo no son los de la enfermedad sino políticos, qué duda cabe. De políticas y derechos humanos; de acceso respetuoso a la salud, la educación, el empleo; los cuidados que requiera cada autista sopesando adecuadamente sus necesidades y respetando su percepción del bienestar o del malestar. Considerando el valor del relato sobre su propia vida.
Tenemos la idea que hacer política es realizar grandes marchas para afirmar los derechos y obtener leyes, vital, sin duda. Sin embargo, hacer política también supone realizar cambios en las esferas de nuestros entornos, acciones concretas que por pequeñas no son menos importantes. La pedagogía diaria sobre lo que es y no el autismo, sobre las necesidades de apoyo y de ajustes, la actitud con la que nos relacionemos con el otro al tratar de realizar simples cambios (aunque parezcan condenados al fracaso), todo va sumando y replicándose.
El siglo XX nos mostró que la búsqueda de sociedades perfectas, de utopías igualitarias, sólo pueden realizarse, en la práctica, bajo la coerción, la abolición de la libertad, la guerra y la muerte; trayendo a la larga más dolor e injusticias que las que se buscaba superar. Por ello, los ideales maximalistas que pretenden la desaparición de un mal terminan utilizando herramientas no muy distintas al mal que denuncian.
Sin acostumbrarnos a la imperfección de las sociedades, debemos superar la demagogia de quienes pretenden acabar con el capacitismo a fuerza de volverlo una lucha entre «puros» vs. «tibios», utilizando el desprecio, la violencia verbal o simbólica e incluso la intimidación hacia otros autistas y cuidadores.
Evidentemente deben ser denunciados aquellos que dañan, pero la ignorancia es -la mayoría de veces- la explicación y puede confundirse con la «maldad». El capacitismo es una tara inmersa en todo el tejido social y las significaciones que de él emanan. La inmensa mayoría somos víctimas de los discursos que excluyen, del capacitismo, ya sea como víctimas, ya sea ejerciéndolo; nadie está libre ni nadie es lo suficientemente «puro» respecto de él. Cualquier salida pasa por cuestiones profundamente e ir deconstruyéndose paulatinamente, día a día, en un proceso sujeto a evaluación de modo diario. La misión es esencialmente pedagógica, en comunidad, de ello se trata la «política»: la vida de la comunidad, el arte de construir la ciudadanía entre todos. La lucha tiene que ver con movernos colectivamente, sí, pero también en no descuidar nuestro jardín. La pedagogía de lo cotidiano, de lo que cambiemos en nuestro microcosmos antes de los ideales grandilocuentes y de los eslóganes populistas.
Todos vamos en el mismo barco, por más que se mire desde proa o popa. Nos necesitamos. Ni el paradigma ni el movimiento de la neurodiversidad son discursos de exclusión, menos para lograr causas convirtiéndose en versiones del mal contra el que se lucha. Demostremos ser mejores que lo que combatimos. Las utopías no sólo son imposibles sino peligrosas, siempre podemos perfeccionar la vida. Para ello necesitamos toda la humanidad posible.