Albert Camus plantea en El mito de Sísifo: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». ¿Cuál es el valor que le damos a la vida, a la existencia, que por momentos pueda aparecernos absurda?
En un reciente estudio realizado en Dinamarca, sobre la base de más de seis millones de personas, de 10 años a más, durante el período de 1995 a 2016, se encontró que las personas autistas «tenían tasas tres veces más altas de intentos de suicidio y suicidio en comparación con todas las demás personas después de ajustar (las variables) por sexo, edad y período de tiempo». El estudio señala una mayor incidencia, dentro de la población autista, entre las mujeres y aquellos que tienen alguna condición psiquiátrica asociada (ansiedad y trastornos del ánimo, principalmente).
¿Qué es lo que hace que la vida pierda su sentido y se descarte? Es una pregunta que atraviesa la filosfía y la psicología y cuyas respuestas, casi siempre, conducen a la «enfermedad del alma»: la antigua melancolía; los neurotransmisores: la moderna depresión.
Pero los trastornos del ánimo y de la ansiedad son algo a lo que usualmente se arriba. No siempre (salvo contados casos) estuvieron siempre allí. Para el caso del autismo, ¿qué hace que el intento o el acto mismo del suicidio tienda a elevarse tres veces más que la población en general?
Una vida atravesada por la incomprensión y la falta de apoyos y ajustes razonables y necesarios, es el marco donde debemos analizar cada caso específico, cada vida que prosigue y cada que se pierde.
Una lista, no exhaustiva del problema nos llevaría a:
– El estigma social y el capacitismo respecto al ser autista: familias y cuidadores poco informados y preparados.
Deficientes servicios de acceso a la detección e intervención adecuadas (servicios de salud mental de baja calidad para esta población).
– El intento de normalizar sus conductas durante la infancia y adolescencia.
– El aislamiento social y una historia escolar sin los ajustes al entorno ni al currículo; episodios de fracaso escolar y acoso constante (bullying).
– Dificultad de acceso a la educación superior: centros poco preparados para realizar los ajustes necesarios.
– Desempleo (casi en el 80% de adultos autistas) o empleos sin apoyo, con menor salario y acoso laboral.
– Dificultades en poder trazar un plan de vida que suponga la autonomía y la independencia.
– Pocos espacios o grupos de referencia y soporte integrados por personas autistas.
– El enmascaramiento (querer ser «normal» para ser aceptado), el cual se da, mayormente, en mujeres, debido al perfil de camuflaje que desarrollan.
En un artículo anterior señalaba: a quien la sociedad quiere destruir, primero lo enloquece. El no poder llegar jamás al ideal de lo «normal»; la falta de apoyos y ajustes; el apelar a la voluntad y el pensar positivo; hacen que las personas autistas vivan, día tras día, la sensación de una existencia absurda, sin posibilidad de sentido y perspectiva… frente a la cual no valdría la pena rebelarse.
Ayer, 10 de septiembre, fue el día mundial para la prevención del suicidio. ¿Qué estamos haciendo para pensarlo desde el autismo? ¿Qué estamos haciendo para prevenirlo?