Los autistas no son «seres de luz». No están en este mundo (ni han sido «enviados») para «enseñarle» algo a sus cuidadores o al resto de la sociedad.
No son «niños índigo» ni ningún estado superior de la evolución humana.
Sus vidas (o cómo se sobreponen a los obstáculos sociales) no son «inspiradoras». No son «ejemplo» para neurotípicos desganados.
No son «eso» que se quiera bajo la magia, un misticismo a la moda o el marketing.
No son la «enseñanza» que alguna entidad ha enviado, suavizando la «carga» o «sentencia» frente al niño neurotípico que debió llegar.
Tampoco seres «más evolucionados», para no reconocer que no sabemos (y tampoco buscamos) cómo entenderlos, cómo entendernos.
No son el afiche que alguien pueda poner en sus cuartos para decirse «sí puedo».
Sus vidas, antes que enseñar o inspirar, ponen de manifiesto, testimonian con su solo vivir, el prejuicio, la discriminación, la falta de ajustes y de diseños; la hipocresía de una sociedad que pretendiéndose «normal», en vez de corregir sus taras, prefiere volverlos un producto contra la mala conciencia que ella misma produce.
Pocas perversidades mayores que poner en un pedestal a quien necesita de apoyos; justamente, para no dárselos. Y hacer de la dignidad una anécdota. De la justicia, autoayuda.