Hace unos días escribía: “Solo hay una vida para ser autista. Recuérdalo mientras la tengas”. Nadie elige ser autista, se desarrolla sobre lo que ya se es. Aceptar ser autista, expresar la identidad sin reparos, sobreponerse a la máscara, cuando aún es posible, es el reto. En esta vida y en este mundo.
Las razones para camuflarlo son de sobra conocidas. En una sociedad donde se privilegian determinados indicadores de productividad y de éxito, las características autistas son descartadas. Los autistas son seres de descarte. Esta noticia acontece desde sus primeros movimientos: ¡no aletees! En sus primeras y “extrañas” palabras. En la ausencia de estas, en su presencia: “-es que es autista”, como si no oyera. Porque la desgracia nunca oye.
Ningún autista camufla “exitosamente”, si existe algún triunfo en la ruina del ser. Los que pasan aparentemente inadvertidos, aquellos raros extrovertidos o los simpáticos excéntricos de salón, lo logran al precio de un enorme deterioro físico, mental y moral. Físico, porque acumulan en el cuerpo el estrés de la acción sostenida, de la compensación imposible. Mental, porque habitar un neurotipo distinto suscita la enajenación de una tierra psíquica que podríamos llamar “hogar”. Moral, porque estar en mí es vergonzoso, cubriéndome el rostro he acabado por hacer de mis manos una máscara.
Ser siempre un otro. No para los demás: para mí mismo. Un otro inalcanzable, irreconocible, irrepresentable, esa entidad neurotípica imposible. Un otro para un yo negado. Cuando digo “yo”, debajo de ese pronombre habita el antifaz persistente de una caricatura, retazos de “normalidad”, piezas y prototipos, secuelas de una batalla perdida y congelada. Y debajo de todas estas grietas un nombre, el tuyo, el mío, como un breve y terco relámpago; como umbral de una fogata olvidada; como lo verdadero en todo juramento de infancia. Un nombre que avanza para todos los fracasos de una existencia normal, con silenciosa resistencia.
Vivimos en una época donde los dictados normativos no favorecen tampoco a los neurotípicos. Una, en opinión de Byung-Chul Han, donde no se vive sino se sobrevive. Y esto más allá de las desigualdades socioeconómicas del modelo neoliberal. Una vida entregada a la mera actividad, ya sea la productividad y su éxito inalcanzable o la optimización del cuerpo, sin lugar para la inactividad y la contemplación, es llanamente supervivencia. En este escenario, el sistema ha llegado a una perversión tal que el capacitismo fagocita también a los supuestamente capacitados. Para un autista, hoy, ser autista es no solo un acto de resistencia sino de rescate de los valores vitales humanos: los que emergen de la vida contemplativa.
Una vida resumida en la mera actividad no es diferente al desgaste físico, mental y moral resultado del camuflaje autista. Para el autista la mirada puesta en sus intereses profundos es lo más cercano -quizá- al éxtasis contemplativo de los místicos. En la contemplación la vida puede alcanzar ese sentido prometido en todo nacimiento. Ese tiempo distinto del productivo, el que sería calificado como desperdiciado, el tiempo que no es para “algo” sino para “nada”, ese es el tiempo para todo propósito de estar en esta vida.
La mirada sobre el objeto interno externo del interés profundo, los rituales autistas, recobran el tiempo y lo hacen morada, lo vuelven bueno. Desafían el tiempo de la actividad desenfrenada que no es sino el de la muerte. Devuelven el fuego del tiempo habitable donde uno se hace humano.
Siempre se perderá menos siendo autista que siendo el neurotípico improbable. Habrá, más bien, una vida por recuperar. En el evidente temor ante el fracaso, el señalamiento, la exclusión, al mostrar el rostro verdadero, habrá que sopesar cuál supervivencia es preferible transitar al caer la máscara. ¿Aquella donde los propios “normales” sucumben? ¿Aquella donde pervive la promesa de un segundo nacimiento? Ese breve margen de luz nos susurra en todo momento y puede serlo todo antes del final. Solo hay una vida para ser autista. Compréndelo mientras la tengas.