Un tópico que los autistas aún debemos soportar es el mito de nuestra supuesta “baja empatía”. Este prejuicio proviene de la investigación neurotípica, de su Academia, y ha calado profundamente en la opinión pública, en ese conocimiento “silvestre” sobre el autismo. En el marco del sistema capacitista, lo que un académico neurotípico afirme sobre nosotros tendrá mayor relevancia y validez que lo que podamos decir sobre nuestra propia experiencia.
En consecuencia, muchas de las conclusiones de diversos estudios resultarían inofensivamente ridículas si no reforzaran la visión deshumanizante y estereotipada sobre las personas autistas. Un ejemplo reciente de esto es un estudio publicado en junio en The American Journal of Occupational Therapy, que llega a la siguiente y preocupante conclusión: “Los hallazgos indican que las personas autistas experimentan emociones diversas, complejas e intensas, y que estas están relacionadas con la ocupación”.
Una revisión tanto de la literatura como de las redes sociales donde se expresan autistas hablantes y no hablantes habría evitado plantear semejante despropósito. Sin embargo, existe una desconexión evidente entre la mayoría de los equipos de investigación sobre autismo y la producción de los propios investigadores y activistas autistas. Los discursos y hallazgos de estos últimos son ignorados o, en el mejor de los casos, considerados meramente anecdóticos.
El capacitismo, como sistema de opresión, determina quiénes poseen los atributos, habilidades y rasgos que serán valorados y preferidos en función de la productividad económica y el estatus social. Así, define lo “humano”, estableciendo el modelo de quienes gozarán de ciertos privilegios, siempre y cuando encarnen un cuerpo y una mente “normales”. Sin embargo, nadie, si vive lo suficiente, tendrá un cuerpo y una mente completamente capacitados durante toda su vida.
Cuando se establece que no tenemos la capacidad de experimentar emociones complejas, que nuestro procesamiento afectivo es deficitario y que no trascendemos más allá de lo emocional básico e instintivo, es lógico que una conclusión como la citada cause sorpresa. Para las personas autistas, resulta desconcertante ver los recursos, el tiempo y el esfuerzo inútil invertidos en plantear un tema tan obvio, al menos para nosotros: ¿somos los autistas humanos en la misma medida que lo son los neurotípicos?
Si así fuera, ya estaríamos dirigiendo las investigaciones sobre nuestra condición. Nuestro conocimiento, al ser en primera persona, sería invaluable; nadie se atrevería a cuestionar la obviedad de que un autista sabe mejor cómo siente un autista. Las investigaciones abordarían los temas que nosotros consideramos urgentes, necesarios e importantes para nuestro bienestar.
La historia humana está llena de ejemplos de selectividad empática hacia los grupos considerados diferentes. Aquellos que quedan fuera del “nosotros” experimentan una supresión de la empatía, siendo tratados como objetos: estudiables, manipulables, desechables, eliminables.
Como la Infanta de España, del cuento de Oscar Wilde. Empática con sus pares, sin conexión afectiva con el enano que usan para divertirse. El enano piensa que sus risas lo celebran y que la Infanta lo ama. Al darse cuenta de su fealdad, frente a un espejo, muere. La Infanta pide que siga bailando para ella y sus amigos sin percatarse del hecho. El chambelán le informa que su corazón “se ha quebrado”, entonces: “(…) la Infanta frunció el ceño, y sus delicados labios, como pétalos de rosa, se torcieron con lindo desdén. – De aquí en adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón – exclamó; y corrió hacia el jardín.”
La sociedad y su ciencia, muchas veces, han decidido que nosotros no tenemos corazón. Somos vistos como humanos de segunda clase, sobre quienes se formulan preguntas innecesarias acerca de nuestra humanidad. Mientras tanto, seguimos latiendo tercamente, descubriéndonos plenos, bellos y humanos frente a cada espejo.