Escribía Luis Cernuda: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen después de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable”. Estos versos han estado rondando, resonando en mi mente en los últimos días en la vuelta a las noticias sobre el suicidio de Caitlyn Scott-Lee. No exactamente referidos a la especificidad de su muerte, la cual era, según algunos estudios, 9 veces más probable que en neurotípicos; no, otras consideraciones vienen a mí al respecto. Estos versos acuden en relación con su padre, su diario y Simon Baron-Cohen.
Caitlyn se suicidó en abril del año pasado. Habían encontrado en su casillero un kit de tatuaje y vodka, por lo cual fue castigada con una detención. Era su primer castigo y, según la narrativa de las noticias, no habría podido soportarlo porque quedó “hiperfijada” a este. Según la historia contada neurotípicamente, el suicidio de esta adolescente de 16 ocurrió a causa de las “obsesiones” que acontecen en la mente autista. El discurso capacitista no solo banaliza su muerte sino, además, arroja un manto de estigma a la decisión desesperada: solo un trastornado (¿no es eso lo que significa T-E-A?) reacciona así ante un evento tan pedestre.
Claro, se excluye el cuadro ansioso-depresivo por el que pasaba. Y se obvia aquello que la condujo a él, similar, seguramente, en la historia común de nosotros los autistas. La constante maldición de ser diferentes: porque así lo sentimos. Desde la infancia, nuestra “rareza”, esa diferencia que podría ser celebrada en la amplia variabilidad de la naturaleza humana, choca frontalmente contra las expectativas de cada cuidador, en la idealización del niño neurotípico que entraña la normalidad para “funcionar” productivamente como el mundo espera, como una sociedad que mide nuestro valor en dinero y bienes aguarda. Porque la “normalidad”, el cuerpo y mente capacitados, se oponen a sus pares “discapacitados” en la medida del lucro que el sistema pueda obtener de ellos. Por ello esta medición de los seres.
Vidas de extrañamiento del mundo, de saberse ajenos al convite. De vulneración del autoconcepto y da la estima de sí. Largas horas escolares de exclusión y aislamiento, de soledad no elegida. De acoso en formas diversas. La ansiedad y la depresión serían las posibilidades más piadosas para nosotros cuando las múltiples y mortíferas formas de estrés crónico y del trauma se ciernen como una sombra fangosa, pesada, cerrada, sobre nuestras cabezas y nuestros días. Albert Camus ve el suicidio como un fracaso del ser en su rebelión contra el absurdo cotidiano, en el intento vital de darle, de imprimirle un sentido: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Para la vida de muchos autistas, toda filosofía y praxis de este mundo son las que fracasan. Todas nos fallan continuamente. Pero el mal, la derrota es puesta en nosotros. ¿Habría alguien, entonces, dispuesto a juzgar a Caitlyn? ¿Alguien que desee objetar el sinsentido asfixiante e inmoral impuesto?
Si su muerte no es juzgada, lo será su memoria. Simon Baron-Cohen y su equipo de la Universidad de Cambridge han recibido, de manos de su padre, su diario, como objeto de estudio que pueda prevenir futuros suicidios autistas. Lejos de mí objetar la conmoción o turbación del proceso de duelo de un padre (también autista) en su intento de querer dar sentido a la muerte de su hija a través de la ayuda a los demás. Un profesional provisto de ética, de la humanidad que le reclama Harriet Richardson en una carta abierta, lo hubiese rechazado amablemente para brindar, más bien, una ayuda y escucha fuera de los reflectores. Una que intente ayudar en esa paz imposible del recuerdo; una que no viole la privacidad de quien pudiera ver cómo la traición y el acoso persiguen más allá de la muerte. Pero ese profesional no es Simon Baron-Cohen, para él somos objetos, no sujetos: por ello puede apropiarse de nuestras vidas y de nuestros deseos en esta vida y la siguiente. Para él, la tragedia de Caitlyn está en esas hojas y no en lo que la sociedad nos hace, todos y cada día.
Durante años seguí su trabajo, incluso pude admirarle en alguna breve época. Rápidamente su prestigio a mis ojos se desmoronaba con el avance de la ciencia del autismo por autistas: como un manojo de naipes era su obra. El cerebro masculino, la testosterona y el autismo, el déficit en la teoría de la mente, la baja empatía cognitiva, la hipersistematización como respuesta a todo nuestro funcionamiento… quedando el eugenecista, el de Spectrum 10k. Quien quiere escudriñar en el código de nuestra vida bien podrá exhumar los códigos de nuestra muerte.
Ojalá los muertos no oigan nada. Nos toca a los vivos preservar las memorias, cuidar de los muertos: de nuestros muertos. Simon Baron-Cohen tiene hoy una actitud necrofílica. La ciencia neurotípica es una de muerte cuando, para estudiarnos, debe vaciarnos de toda humanidad.
Por eso, hoy, cuanto más vida autista atrevamos, menos vida podrán quitarnos en este mundo y después.