Zoraya ter Beek, holandesa de 28 años, es autista. Ha sido diagnosticada también con trastorno límite de la personalidad y atraviesa una depresión profunda que le impide vivir realizar un proyecto de vida, también la cotidianidad misma. Tiene una casa, dos gatos y una pareja. Los médicos señalan no poder hacer más para revertir esta parálisis vital. Morirá el próximo mes, en mayo, acogiéndose a la ley de eutanasia y suicidio asistido de los Países Bajos.
M. V., canadiense de 27 años, es autista. Solicitó en diciembre del año pasado el suicidio asistido y le fue concedido para este febrero. Vive con su padre, quien apeló la decisión. Un juez ha decidido que M.V. tiene la autonomía y la privacidad suficientes para tomarla. No es obligatorio que M. V. especifique sus razones, las cuales ya fueron aprobadas por dos médicos que debieron sopesar una “grave e irremediable” condición médica donde, según la legislación canadiense para la “Asistencia médica en la muerte”, se encuentran contemplados “tener una enfermedad grave, una enfermedad o una discapacidad” que ocasionen un sufrimiento “que no se puede aliviar en condiciones que [la persona] considere aceptables”.
Se habla de morir con dignidad. También podemos pensar razones para no sentirse digno de vivir. La sensación de pérdida de dignidad puede ser física, psíquica, social, moral pero también existencial: alguien podría tener más que sus necesidades básicas y de confort cubiertas y, aún así, sentirse indigno o manifestar una pérdida de sentido, siendo difícil o incluso imposible vivir con paz, armonía, esperanza.
Tengo ante mí los libros de Hans Küng, “Morir con dignidad” y “Una muerte feliz”, donde se analiza el derecho a disponer por sí mismo sobre el ser o no ser de su vida “(d)el enfermo muy grave que desea la muerte”. La “eutanasia”, la “buena muerte”, puede ser descrita como pasiva, cuando se dejan de suministrar cuidados médicos que prolongarían la vida, limitándose al uso de paliativos o analgésicos y activa, cuando la reducción de la vida es el objetivo primordial. En estos dos aspectos del “buen morir”, algo se ha avanzado en cuanto a consensos sobre posiciones morales distintas respecto del acompañamiento basado en la objetividad ante el sufrimiento vital irremediable y del mejor acompañamiento hacia la muerte.
Cuando la vida considerada indigna para vivir o ser vivida lleva a la decisión suicida, menores son los acuerdos éticos, morales, deontológicos. Küng cita a Saskia Frei, presidenta de la asociación de Eutanasia EXIT, quienes presentaron en el 2014 una propuesta para la liberalización del suicidio asistido en la vejez. Muchos ancianos terminan suicidándose por una serie importante de dolencias, en soledad y de formas poco dignas, por lo cual cabría un acompañamiento para ellos y sus familiares. Quizá la extrapolación de este argumento para los dos primeros casos presentados (y para tantos otros) sea el escenario que las leyes desean contemplar: estas personas, haciendo uso de su autonomía y libertad, podrían suicidarse sin ningún tipo de asistencia. ¿No debería garantizarse que este trance pueda ser llevado con el mayor cuidado posible?
Creo que la vida humana presupone una dignidad ontológica, es decir, es valiosa en sí misma, más allá de toda circunstancia y debemos disponer los medios necesarios para que ella prevalezca. Los autistas estamos expuestos constantemente al atropello de esa dignidad primordial. Moralmente, nuestros actos son juzgados como “anormales”, estigmatizados, indignos de los mayoritarios. Socialmente, vivimos en situaciones de discapacidad, vulnerabilidad y exclusión; nuestras vidas aparecen indignas ante las barreras y el ostracismo de la sociedad capacitista y del rendimiento. Existencialmente, tanto quienes logramos muchas de nuestras metas como quienes no, estamos unidos por el extrañamiento constante de no hallar lugar ni seguridad plenos, de sobrevivir a la invalidación sostenida, de sentirnos indignos por poder ser autistas o indignos de no ser neurotípicos.
Cuando un autista toma la decisión de solicitar un suicidio asistido, ¿no será, justamente, aquello que la sociedad capacitista espera? Si la sociedad actual descarta a muchos discapacitados haciendo indignas sus condiciones de vida, ¿no se estaría haciendo un juego a una eugenesia disfrazada de libertad? Cabe preguntarse ante cada solicitud que implique el término de la vida si la sociedad y sus instituciones hicieron todo lo necesario para restituir la conciencia de una dignidad moral, para garantizar el acceso a un bienestar cotidiano donde la dignidad vital prevalezca, ofreciendo un significado digno a la existencia. ¿Es una decisión realmente autónoma y libre la tomada desde el descarte moral y social?
Cuando alguien, con todas las dimensiones que implican la dignidad de la vida garantizadas y satisfechas, decide ponerle término, abre ante nosotros la insondable realidad de la propia conciencia. En otras situaciones, cada suicidio comporta una suma de fracasos colectivos cuando no de indolencia y complicidades. La vida autista merece una dignidad autista.