“A mí ya no me podéis cambiar. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien”. Quien esto escribe es un joven García Lorca a su padre, a los 21 años.
Lorca abraza la convicción de quien ha llegado a saber, por la fuerza de un relámpago de lucidez, quién es. Y que no existe otra posibilidad que serlo, llegar a ser quien se debe ser. Cada día, como una profecía renovada, como la razón fundamental de la cual sostenerse.
Pese a nacer todos siendo autistas, muchos lo supieron desde la infancia; otros, pocos años después; algunos, ya en la vida adulta. Para ninguno, antes de saberlo, la existencia ha sido un asunto resuelto. La hemos atravesado sintiéndonos convidados, con la extrañeza de quienes ocupan un espacio ajeno, de quienes sienten o, más precisamente, saben que no son bienvenidos. Para ninguno ha sido raro saberse un patito feo.
El camino de llegar a ser quien uno debe ser está signado por avances y retrocesos, por fugaces golpes de lucidez y atronadoras certezas del propio miedo. Resistirse a la identidad autista cuando se recibe el diagnóstico se entiende desde los años perdidos sirviendo al ideal de una vida “normal”, una aborrecida pero de la cual se ha aprendido a aferrarse como a una débil promesa ante el hundimiento inevitable. El espanto de los años desperdiciados. Pero para la mayoría es un segundo nacimiento, la oportunidad de iniciar una vida nueva, propia.
Hemos escuchado muchas veces, por estas fechas, el sentido del “orgullo”, del nuestro, autista, bajo la fórmula de resistencia frente a una sociedad que nos discrimina, excluye, elimina abrupta o lentamente. Sentirse orgulloso de ser quien se es, es la respuesta de quien ha decidido levantar la mirada, de sostener su lugar, de afirmar su humanidad como digna y valiosa como tantas otras.
Encontrar brillo a la propia existencia: la mayor de las gracias, el mejor de los aciertos, el triunfo de una verdad largamente acallada, lista para no apagarse más. ¿Cómo no sentirse orgulloso de ello, de haber llegado aquí? De ser como soy: autista. Y en ello está mi modo de estar en el mundo, quien soy.
Este año se cumplen 20 años desde el primer Día del Orgullo Autista. Dos décadas donde estamos todavía lejos de haber alcanzado una vida buena para todos los autistas. Las potencias de la sociedad capacitista y sus instituciones de la muerte siguen cegando toda oportunidad, todo intento de evadir la vida de normalidad asignada.
La vida de Lorca terminó a los 38 años a manos de los mismos necrófilos que hoy nos niegan el derecho a la vida autista y ofrecen, en vez del rápido disparo, una vida inhabitable que también asesina.
Como en su poema “Memento”: “Cuando yo me muera enterradme si queréis en una veleta”. Una veleta no marca el fin, indica el curso del viento. Todo el dolor autista, todas las muertes autistas, nos marcan hacia dónde seguir. Y el orgullo, ese sí, es el principio.