Cuando enfatizamos el autismo como una neurodivergencia, un modo distinto de percibir, ser y estar en el mundo, no lo hacemos desde una postura meramente ideológica. Nuestro procesamiento sensorial, cognitivo y afectivo es diferente; presentamos características particulares respecto de la población general y de otros neurotipos.
Estas características, en principio neutras, toman su valor -bueno o malo- en relación con el entorno. Generalmente, este está adaptado para capacidades y características distintas a las nuestras (neurotípicas). Así, las nuestras se tornan en impedimentos.
El impedimento se acentúa en las barreras sociales (por ejemplo, una mayor reactividad auditiva en un ambiente sonoro poco adecuado), deviniendo discapacitados, somos discapacitados por ellas.
La sociedad y sus obstáculos, su renuencia a los ajustes razonables, generan discapacidad (modelo social de discapacidad), pero también la percepción subjetiva de estar discapacitado incluso teniéndolos (modelo social-relacional de la discapacidad) describe el mundo interpersonal del discapacitado.
Una forma poco analizada de discapacitar se da cuando apoyos e intervenciones se diseñan desde una óptica neurotípica sobre lo que se cree necesitamos. Las teorías del autismo hechas por neurotípicos presupondrán una imagen nuestra sesgada por sus prejuicios y la imposibilidad de acceder a una realidad perceptual ajena. Vemos esto en la psicología neurotípica, tanto en el plano teórico como en el práctico: desde las terapias y las propuestas para ayudarnos.
Nuestras características son confundidas con el malestar experimentado. Ser discapacitado por un ambiente inadecuado y percibido como hostil genera fuertes dosis de estrés, ansiedad y angustia. El error es “tratar” la característica y no las condiciones del entorno que provocan el desajuste. Querer “normalizar” nuestro procesamiento en lugar de brindar herramientas y tecnologías de asistencia para equilibrar nuestros impedimentos. Este yerro lo vemos, principalmente, en las terapias de corte conductista y especialmente en el ABA.
Los autistas experimentamos una mayor disforia sensible al rechazo, es decir, somos más proclives a percibir la exclusión de grupos y juzgarnos negativamente. Nuestra experiencia cotidiana, desde las primeras interacciones, plenas de marginación, configuran formas de trauma social que estructuran una mayor hipervigilancia respecto del rechazo de los demás. Un estudio reciente relaciona estas experiencias con mayores sesgos negativos sobre diferentes actividades cotidianas. Esta mayor alerta impide evaluar con serenidad algunos escenarios, incrementando la ansiedad social y la depresión.
La terapia cognitivo conductual (y otras cercanas como la terapia racional emotiva) basan su intervención en el trabajo sobre las llamadas ideas “irracionales”. Lo considerado contrario a la razón neurotípica no equivale necesariamente a lo opuesto para la razón autista. Un terapeuta que desconozca la disforia sensible al rechazo juzgará como “irracional” la predicción de ser marginado, el temor a aproximarse basado en la creencia de ser desagradable a los demás.
Otro tanto ocurre en la ansiedad generada por ciertos lugares y su evitación. Cuando el perfil sensorial no ha sido debidamente establecido, no solamente se evaden situaciones y ambientes potencialmente inseguros para nuestros sentidos, además se generan formas de trauma sensorial. Una sostenida y prolongada exposición a estímulos nocivos, acompañados de minimización, invalidación o incluso obligación a dicha situación (para poder “tolerarlos”), ocasionan este tipo de trauma y otros asociados con la negligencia. Un terapeuta ignorante de esto juzgará “irracional” ciertas evitaciones y huidas e incluso sugerirá nuevas exposiciones graduales.
Las formas del trauma, el cuidado a tener con autistas, no es el mismo al de otras poblaciones.
No pretendo hacer aquí una exposición pormenorizada de todos los yerros posibles al trasladar la intervención en neurotípicos hacia los autistas. Cualquier esquema terapéutico, por exitoso que resulte en la población neurotípica, será perjudicial para los autistas si no es adaptado previamente a nuestra forma de procesamiento sensorial, cognitivo y afectivo. Esto aún no será suficiente: deberá ser ejercido por un terapeuta conocedor no solo sobre autismo sino, sobre todo, capaz de empatizar radicalmente con nosotros.
El infierno de la psicología neurotípica está empedrado de “buenas” intervenciones. De aquellas asumidas como beneficiosas y exitosas previa y unilateralmente. Y causan mayor daño incluso que la ausencia de intervención terapéutica. Los autistas necesitamos una psicología e intervención para nosotros, una de comprensión y sensibilidad autistas. ¿Cómo podría ser de otra forma?