Acceder a un diagnóstico de autismo es un privilegio. En el Perú, al menos, el Estado carece de políticas públicas para promoverlo y garantizarlo. Generalmente, los profesionales de salud no están actualizados sobre las características del autismo a lo largo del ciclo de desarrollo, y son frecuentes los mitos o imágenes estereotipadas que mantienen sobre él. Una de ellas es la presuposición del autismo como un acontecimiento infantil (y predominantemente masculino). Esto excluye de modo preocupante a la población adulta (mujeres y disidencias de género, especialmente).
Cuando revisamos estadísticas mundiales, constatamos que el 80% de los autistas adultos están subempleados o desempleados. Dos circunstancias se desprenden de esta situación. La primera es que son pocos los autistas que cuentan con los medios económicos para solventarse un diagnóstico privado. La segunda es que el desempleo es solo una faceta más de la sostenida marginación que experimentan los autistas a lo largo de su vida. Una nos cuestiona desde el privilegio, la otra desde la supervivencia misma del adulto autista.
El adulto autista es, en la mayoría de los casos, un sobreviviente. Desde la infancia ha luchado en ambientes familiares donde el desconocimiento cabal del autismo y de enfoques neuroafirmativos generaron formas de apego inseguro. Con escuelas que segregan lo distinto, paradójicamente, al intentar incluir. Toda inclusión establece límites y cuotas, encierra en islotes de cumplimiento burocrático. No en una convivencia que acoja la diferencia con la curiosidad y amabilidad del encuentro.
La invalidación de las expresiones cognitivas y afectivas del ser, la sobrecarga sensorial constante, el acoso sistemático, la educación excluyente sin apoyos ni ajustes necesarios, y la experiencia diaria del miedo se traducen en desconfianza hacia cualquier experiencia de vida y en una vigilancia extrema. Estar vivo es peligroso.
Quienes llegan a la vida adulta bajo estas condiciones han acumulado la experiencia del estrés crónico mediante formas defensivas que intentan conjurar el derrumbe psíquico y físico. La defensa que exige mantenerse en posición de lucha generará, a la larga, formas narcisistas de interacción y búsqueda de situaciones límite. Aquellos que se inclinan hacia la huida como defensa pueden desarrollar formas que tienen características obsesivas y distractibilidad. Donde prime el bloqueo o la parálisis, pueden adoptarse modos disociativos o extremadamente pasivos. Donde la adulación sea una forma de defenderse, se podría caer en la codependencia.
Evidentemente, la descripción anterior no es exhaustiva. Estoy intentando resumir cómo el uso de un tipo de defensa específica puede generar estilos de comportamiento que están muy cerca de condiciones psiquiátricas. En condiciones normales, todos enfrentamos el peligro mediante mecanismos de lucha o huida, y la amenaza mortal nos paraliza. El problema surge cuando el peligro o la amenaza son tan constantes que obligan a mantenerse en una posición determinada (o alguna combinación determinada). De esta constancia indolente surge el trastorno de estrés post traumático complejo.
Esto explica en gran parte la cantidad de diagnósticos previos que un adulto autista ha acumulado a lo largo de su vida, descontando los trastornos ansioso-depresivos que son consecuencia directa de la frustración y el fracaso constantes ante las barreras sociales y ambientales. Además, explica cómo el diagnóstico coocurrente de trastorno de estrés post traumático puede explicar los rasgos de comportamiento que se juzgan inadaptativos (pero que son en realidad la mejor manera que encontró la persona para lidiar y sobrevivir al desarrollo del trauma) y que no son parte del autismo. Son la expresión crónica del sufrimiento que no puede tramitarse ni remontarse.
Lo que es adaptativo para defenderse y atravesar el trauma puede ser inadaptativo para interactuar socialmente. No se trata de comportamientos buenos o malos, sino de su adecuación al contexto. Como señala Stephen Porges, esto debería llevarnos a replantear seriamente no solo nuestros juicios morales al respecto, sino también la noción misma de «conducta patológica».
Recibir un diagnóstico de autismo en la adultez marca un hito en el arribo a una identidad desde donde narrar nuevamente la propia historia. Debería ser el punto de partida para sentir seguridad en la enunciación: «yo soy autista». Sin embargo, esta nueva vida que supondría el cierre de la grieta anterior es atacada nuevamente. Al caer la necesidad de enmascarar, el ser autista irá adentrándose en el redescubrimiento de todas sus formas negadas, en el retiro de cada capa de ajena neurotipicidad. «Desde que recibió el diagnóstico, se volvió más autista», será una desaprobación constante. «No es autista, seguro tiene un trastorno de la personalidad», dirán quienes tienen una idea estereotipada del autismo y para quienes ese adulto representa una traición al ideal del autismo angelical.
Nadie debería ser sometido al examen de sus heridas ni al juicio de su intento por cicatrizarlas. La crueldad se posbilita cuando dejamos de reconocernos en el semejante, cuando la empatía se desconecta: ante quien llamamos enemigo o al objeto de descarte. Una expresión del ejercicio cruel en nuestro tiempo está en los certificadores de las redes, «expertos» en la veracidad de toda herida. El enjambre digital que amplifica todos los rostros del trauma.
Espectacular Ernesto, me encanta!!!
¡Gracias!