La palabra «ostracismo», en su primera acepción, nos recuerda el destierro político dado entre los antiguos atenienses. En el uso habitual, son sus significados alternos, del destierro en cualquiera de sus formas: marginación, aislamiento, exclusión y otros sinónimos que son elegidos por nuestro uso. La palabra «óstrakon» en griego quiere decir «cáscara» y alude, para nuestro tema, a un pedazo de cerámica, un desecho roto de algún utensilio. No existía el papel como lo conocemos ahora. Se escribía en papiros importados de Egipto, los cuales eran bastante costosos. Cuando se decidía desterrar a alguien se votaba en el ágora escribiendo el nombre en la “ostraka”, el pedazo de cerámica desechable. No deja de ser, para mí, sugerente, que el nombre del desterrado se escribiese sobre un trozo rescatado de la basura para volver a ella, al barro de las calles, al olvido que marcha con quien va al exilio.
Los efectos de la violencia y su relación traumática suelen ser pensados desde el plano físico, verbal o psicológico. Sin embargo, el abandono y el aislamiento generan también formas traumáticas complejas. En una investigación de Haruvi-Lamdan, Horesh y Golan se determinó que los autistas vivimos el ostracismo aun con mayor fuerza que la violencia física. Este dato es fundamental por dos motivos. Primero, se opone al mito del autista como persona solitaria y aislada por naturaleza. Hay autistas extrovertidos e introvertidos, tenemos diferencias en el estilo de interacción, pero todos deseamos interactuar en nuestros términos, unos adecuados a nuestro procesamiento cognitivo, afectivo y sensorial. Segundo, la exclusión nos es familiar desde la infancia, los patios de recreo son escenarios de caos y soledad; los compañeros y maestros, salvo excepciones, lejanos y hostiles; acoso, aislamiento, duelo irresoluto, pueblan las jornadas. El final de la escuela no cambia necesariamente esta situación, arrastrando las violentas secuelas no siempre representadas, asimiladas, expresables.
Recientemente se ha postulado la “disforia sensible al rechazo”. Este concepto fue acuñado por William W. Dodson inicialmente en el marco de las dificultades de regulación emocional en el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (Atención y kinésica divergentes) y hoy es objeto de atención, además, para el autismo. De alguna forma, todos deseamos pertenecer a un grupo, encontrar pares, formar una tribu, establecer referentes. Está inscrito en nuestra evolución, en nuestra herencia biológica y cultural. Compartir, cooperar, construir, proteger, se han inscrito desde siempre en las colectividades humanas y garantizan la supervivencia del individuo como la de la especie. Ser rechazado es doloroso pero, usualmente, puede ser tolerado y regulado. No obstante, algunas personas pueden vivirlo con una mayor sensibilidad o reactividad. “Disforia” en griego describe una emoción extremadamente difícil de soportar, siendo el antónimo de “euforia”. La “disforia sensible al rechazo” refiere a una respuesta emocional extremadamente dolorosa en relación a la percepción de rechazo o de crítica, por encima de respuestas típicas a una situación similar. La Dra. Neff señala estas cuatro características como las principales, de las cuales pueden subdividirse otras:
– Dolor emocional intenso: profunda angustia y malestar ante la percepción del fracaso, el rechazo y la crítica.
– Sensibilidad a la percepción de rechazo: ser más perceptivo a las señales de rechazo. Si bien esto puede ser correcto, también pueden malinterpretarse algunas actitudes. La persona puede predisponerse a una sobreinterpretación.
– Autoimagen negativa: la persona se autopercibe negativamente ante el miedo y desborde generado al sentirse objeto constante de rechazo.
– Miedo a la herida del rechazo: la negatividad y dolor de las experiencias previas producen un intenso temor al rechazo, el cual se traduce en una ansiedad anticipatoria. La persona tiende a evitar eventos o interacciones ante la posibilidad de ser rechazado, agravándose la ya difícil vivencia del aislamiento.
A lo largo de la vida, pero sobre todo quizá más durante la infancia y la adolescencia, los neurodivergentes en general y los autistas en particular sufrimos diversas formas de ostracismo y acoso de modo sistemático y cotidiano. Si bien no todos experimentamos “disforia sensible al rechazo”, para quienes sí la manifiestan la existencia será de pesadumbre y zozobra constantes. Entonces, a la vivencia del aislamiento como incluso más dolorosa que el dolor físico se suma, en muchos semejantes, la intensificación de un dolor mayor. El dolor ya insoportable se amplifica, como si esto fuese humanamente posible.
Cuando era niño me gustaba mucho jugar al ajedrez. Renuente e incapaz de jugar con cualquier clase de pelota, temeroso de los gritos de los bandos y del impacto de las mismas, a veces supe buscar un lugar y algún compañero con el cual sacar el tablero, ordenar las piezas e iniciar la partida. Difícilmente podía continuar. Voces, rostros, brazos de otros compañeros proferían insultos y algo similar al gruñido. También había muecas burlonas y despectivas, e incluso eructos; piezas desparramadas y tablero roto. Con los años y la profesión he podido comprender, intelectualmente, los mecanismos de lo que llamamos “maldad”, rara vez en su gratuidad, banalidad o como una desgraciada posibilidad de nuestro albedrío. A pesar de todo y de tanto, creo haber tenido la fortuna de haber remontado muchos dolores y la certeza de haber sufrido menos que muchos autistas. Narro esto entre tantas voces apagadas tempranamente, entre aquellas entumecidas de un dolor incesante. Porque no lo soporto puedo, también, seguir escribiendo, hablando, conjurando el dolor del mal y del mal habitado en tantas voces, cuerpos y miradas.