La palabra “cultura” viene del latín cultura, que significa “cultivo”. De allí, por ejemplo, la palabra “agricultura”. ¿Cultivar qué? En la época clásica, estaba adscrita a un ideal aristocrático referido a las virtudes, el pensamiento, el ennoblecimiento del espíritu. Pertenecía al mundo de lo teórico, de lo contemplativo y, por tanto, del ocio. La cultura, y las artes por extensión, no suponían “hacer algo” en el sentido productivo; ello ocurría en el campo del “negocio”. De allí el desprecio a las labores manuales en el mundo grecorromano.
Salvando las distancias con el antiguo ideal exclusivo de la cultura, podemos analizar aquello que une a un grupo bajo rasgos y características de reconocimiento. Cultura, cultivar. Se cultivan lazos, ideas y emociones, formas del ser, costumbres, ritos. Quizá, y en ello pervive el significado clásico, la cultura tenga más de inmaterial que de sus objetos, sin por ello establecer un orden de subordinación como en el pasado. En la cultura de los alfareros, por ejemplo, están, qué duda cabe, las piezas creadas, pero creo que, esencialmente, los ideales, las teorías, las inflexiones sobre la técnica compartidas por quienes ejercen el oficio y se reconocen como pares.
En estos últimos días, estuve de viaje en México en dos actividades sobre autismo. En una de ellas, organizada por mi querida amiga Alejandra Aceves (Alita), pude interactuar con muchos autistas adultos además de ella. El aire de familiaridad, la intuición de numerosas semejanzas, propiciaba una cercanía especial: un vínculo más allá de las formas y superficies. Como el extranjero cuando escucha el acento de un compatriota.
¿Puede existir una cultura particular fuera de la demarcación geográfica? Ciertamente, el origen de una comunidad se da en aquellas características comunes de quienes descubren o prolongan una afinidad. Toda comunidad crea y cultiva patrones que darán origen a su propia cultura. La autista es una comunidad más allá de sus agrupaciones locales, en tanto que internet y diversas tecnologías propias de la digitalidad permiten una proximidad que no excluye la lejanía, un “yo” dirigido a un “tú”, complementarios, un verdadero “nosotros”, compartiendo descubrimientos, experiencias, teorizaciones, formas de vida que devienen en una cultura propia: la cultura autista.
Monique Botha, investigadora autista, reconoce en la cultura autista las formas reconocibles en toda estructura cultural: 1) pertenencia (dada por el sentido de similaridad entre unos y otros); 2) conexión social (la experiencia de amistad que se forma entre ellos) y 3) conexión política (el sentirse identificados con los objetivos de equidad social de la comunidad autista).
Hay una cultura autista en las tradiciones y celebraciones creadas por nosotros, en nuestros vocabularios y formas de expresión, en los modos de comunicación alternativa o multimodal, en las formas artísticas donde se exploran motivos propios, en las formas de ser y de vivir que forman un acervo. Pero también es una cultura en la aspiración de universalidad, al reconocernos en una condición de vida diferente, en un neurotipo distinto que imprime en nosotros procesamientos y un estar particular en el mundo. Somos una cultura al formar parte de las aspiraciones y luchas de movimientos de justicia social: por los derechos de la discapacidad y de la neurodiversidad.
Todo esto pude constatarlo, una vez más, a través de estas jornadas. Como saben, mi diagnóstico, mi identificación como autista es reciente. Sin embargo, nunca me sentí extraño rodeado de autistas o interactuando uno a uno. Y este descubrimiento, renovado constantemente a lo largo de los años, se remonta a 21 años atrás, cuando hacía mis prácticas profesionales en psicología. Las realicé en una escuela dedicada al trabajo con niños con diversos retos en el desarrollo del lenguaje, comprensivo y expresivo. Me tocó trabajar con dos niños autistas y pude descubrir dos cosas. Primero, que todo lo aprendido tras años de estudios en psicología poco me servía para describir apropiada y respetuosamente sus pensamientos y afectos. Lo otro, quizá podía empezar con ese sentimiento de simpatía, de inexplicable implicación y curiosidad, de algo —hoy lo sé— mío reconocible en ellos. Siempre he dicho que me “enamoré” de su forma de procesar y de sentir, lo suficiente para saber que no quería dedicarme a nada distinto del autismo. Ahora comprendo, además, que había empezado a sentirme menos solo, menos extraño. Empezaba a pertenecer.
El autismo, como sabemos, determina la forma de procesar sensorial, afectiva y cognitivamente. Se nace autista, y estas características son homogéneas (no iguales) en cada autista, independientemente del lugar donde se encuentre. Por ello, nuestra noción de comunidad, de cultura autista, trasciende las formas culturales, los usos e idiomas de origen. Es una cultura atípica paralela a las expresiones oficiales. Por ello, podemos suspender el origen cuando nos encontramos, evocando otra familiaridad, desde el presentimiento de cercanías presentes.