No se malentienda este título. No pretendo afirmar que Charlie Brown sea un personaje autista o que remita al espectro. Solamente quiero expresar mi vivencia particular visitando, luego de mi diagnóstico a los 45 años, a ese niño que todavía soy. No utilizo el pasado porque el tiempo depende demasiado del punto de vista. Veo a ese Ernesto de mi relato como un niño en el espacio. Un verso de Rilke dice: ‘mi patria es mi infancia’, un destino al cual siempre regresamos, tierra litoral donde aguardan los personajes de Peanuts. Revisitándolos, uno encuentra algún sentido reservado a los adultos en aquellos personajes que eran, en realidad, facetas de los que conoceríamos al crecer. Volver a ellos es no desertar de la infancia para seguir viviendo. Para que valga la pena.
Recibir un diagnóstico tardío es la oportunidad de la resignificación, la de las partes que acuden al presente para prolongarlo más allá del cronómetro, de calendarios y de estaciones. Es el tiempo del sentido, de la plenitud equiparable, por instantes, a lo Eterno. Es el kairós griego, un lapso indeterminado, subjetivo, donde un evento extraordinario acontece, despojado de cualquier medición: en teología es el tiempo de Dios.
Pero también es el tiempo del duelo. ¿Habría sido distinto saber en mi infancia que soy autista? Seguramente sí. Aunque en aquellos años era casi inexistente su conocimiento en el Perú. A fines de los setenta y en los ochenta del siglo veinte, si acaso se conocía, tenía que ver con las descripciones de Kanner. Yo era, soy, un niño y adolescente raro, callado, voraz lector, pésimo en todo deporte, amigo de profesores y niños menores, exiliado voluntaria o involuntariamente de sus pares. No me recuerdo jugando en los recreos; yo daba interminables vueltas a la cancha de fútbol acompañado, eventualmente, de algún otro peripatético.
Quizá de haberse sabido lo que hoy se sabe sobre el autismo, de decirse lo que hoy se comunica desde el paradigma de la neurodiversidad a los niños, me hubiese sentido menos extraño, menos obligado a parecer y encajar. No menos solo: había, hay, demasiada música y lecturas en el mundo para sentirse así.
Quizá se pudo haber detectado en mi adolescencia tardía y mi vida adulta, pero los profesionales de la psicología a los que acudí carecían de todo conocimiento correcto sobre el autismo. Perseguían desentrañar ‘el secreto doloroso que me hacía languidecer’ (verso de Baudelaire), fijándose en la forma, llenos de una necedad e ignorancia orgullosa y militante, como para adivinar cualquier otro fondo distinto a sus prejuicios. Mi languidez estaba en el íntimo convencimiento de que esa extrañeza no era un error y, sin embargo, deber justificar mi condición de bárbaro, ajeno, mi parquedad y el silencio, a través de múltiples personajes, reverencias, antifaz.
Charlie Brown es el niño solo por excelencia, quien está en el mundo sin estar en él. A quien todos ven con el cariño condescendiente de quien está destinado a perder cada batalla. Pero las contrariedades lo alcanzan brevemente; él navega en sus ensoñaciones que, como la materia misma de todos los sueños y mitologías, desafían las migas cotidianas de lo real y son, también, kairós, cuando la existencia conoce la bondad del tiempo.
Cada vez que su cometa se estrellaba por tierra, que la pelota de béisbol lo dejaba humillado en el montículo, que no llegaban tarjetas de San Valentín, que alguien abusaba de su ingenuidad y bonhomía, se hermana con todos los niños raros de la tierra. Y en esos momentos yo quería abrazarlo mucho, como al prójimo que al fin hemos encontrado.
Todavía quiero.
Esa patria que es mi infancia, es un país autista. Son indecibles los tropiezos en mi terca esperanza de mantenerla sigilosamente, para que no muera del todo. Con todas las prótesis desiguales con las que intentamos sortear ese mundo de los otros donde es tan fácil perderse si no fuera por las puntuales y oportunas seguridades de quienes logran también conocer la bondad y atreverse libremente a la alegría.
En cada adulto que recibe tardíamente el diagnóstico de autismo, se abre la posibilidad de recuperar la infancia. Aquella que como la identidad autista siempre estuvo allí, insospechada y necesaria. Y cuando se revela, espera un abrazo el niño que ya no quiere ocultarse más, que necesita de nosotros, que ha resuelto asomar y retomar la vida.
Hay un muñequito de Charlie Brown en mi consultorio, otro en mi mesa de noche. Algunos hablan del Síndrome Charlie Brown, de esa imposibilidad de sentirse feliz del todo, pues tenemos siempre la certeza de que algo malo va a suceder. Quizá, para quienes existan razones, a fuerza de pensar que todo saldrá mal, harán que sea así. Pero Charly Brown, pese a la melancolía y el fracaso, retoma una y otra vez su intento, sube al montículo de bateo, como un Sísifo infantil condenado a tratar de volar su cometa aun sabiendo que no lo logrará: he ahí su rebeldía contra todas las tristezas. Y por ello es absurda y completamente feliz.
Ha llegado el momento de ese abrazo.