Nuestra cultura occidental, en sus expresiones artísticas, ha encontrado en el parricidio un tópico recurrente. El filicidio es casi un tema tabú. La muerte del hijo es un temor sordo, irrepresentable, contrario al orden natural. Nuestro idioma tiene en la palabra “huérfano” el lugar para quien ha perdido a uno o ambos padres. No existe una palabra que designe a quien ha perdido un hijo.
Si aterradora e inexpresable es la muerte natural de un hijo, macabra será la acción de darle muerte. Un hijo muerto a manos de sus padres activa el espanto primario, la escena temida por cualquier cuidador, mutada en condena absoluta a la acción homicida. Pocos actos congregan un rechazo tan unánime como el filicidio.
El rechazo a estos crímenes no recibe la misma sanción si el hijo es discapacitado y más concretamente, autista. Más de la mitad (80%) de estos filicidios corresponde a hijos autistas. La discapacidad, el estrés, la falta de apoyos, la carencia económica, las rupturas familiares, la enfermedad mental, etc., serán esgrimidos como atenuantes para el cuidador filicida. Una revisión de las condenas mostrará penas benignas o absoluciones. Tener un hijo autista parecería ser un drama que orilla naturalmente al crimen, algo tan insoportable que la sociedad y sus jueces pueden suspender el horror y justificar el acto. ¿Pasaría lo mismo si el niño asesinado fuese neurotípico? No es difícil concluir que la vida autista concita menos valor.
Algo hemos avanzado en trasponer el modelo de la patología hacia el de la neurodiversidad. Contrariamente al equívoco de sus detractores, el paradigma de la neurodiversidad no niega ni la discapacidad en general ni la autista en particular, menos las mayores necesidades de apoyo y de cuidado que gran parte de la población autista requiere. Enfatiza el valor de toda vida, lo inherentemente valioso de la vida autista, independientemente de sus retos. Resalta su dignidad ontológica, indesligable de su propia existencia. El paradigma de la neurodiversidad se opone a considerar las características autistas (y de toda discapacidad) como deficiencias o anormalidades. Destaca lo valioso de muchas singularidades, criticando la necesidad de patologizar a la persona para darle los cuidados necesarios.
Lo anterior no es banal si consideramos la imagen del niño autista según el imaginario medicalizado. Un padre o madre, cuidador, al sospechar sobre autismo en su hijo encontrará títulos como “señales de alarma en autismo”, “terapias”, “trastorno”, “deficiencia”, “enfermedad”. El discapacitismo muestra al autismo como algo externo a la persona, algo que debe ser arreglado, curado, combatido. La discapacidad en una sociedad capacitista, donde se exalta la capacidad para producir de determinada forma, es algo ciertamente temible. Cuando la discapacidad es vista como enfermedad y no como identidad, como característica constitutiva de esa vida que, además, es digna y valiosa en sí misma, la tentación, la posibilidad eugenésica, asoma como posibilidad y recurso.
Por ello, muchos cuidadores asesinos apelan al altruismo. Eliminaron a su hijo ante la falta de oportunidades futuras, el dolor y aislamiento enfrentados, el aumento de los cuidados necesarios. ¿Cómo va a sobrevivir en esta sociedad? El cuidador da muerte, la mayor cantidad de veces de modo violento, al hijo ratificando la necesidad eugenésica inoculada por la sociedad. Un círculo tétrico y perverso: sólo los más capaces sobreviven – mi hijo es capaz – mi hijo no sobrevivirá – [¿podría estar el problema en la sociedad?] – lo amo, por ello lo mato. Todo esto ha sido narrado por Andrew Solomon en su ya clásico libro “Lejos del árbol”.
El asesinato de Oliver Maldonado, de 6 años, a manos de su madre quien luego se suicidó, ha puesto el tema y sus pretendidos atenuantes bajo los reflectores. El seguimiento de la noticia se centra en una exculpación tácita de la madre: vivían solos, los escasos recursos económicos, el abandono del Estado, un “mal momento emocional”. Ninguna noticia se centra en Oliver, en la vida cegada a los 6 años, en su existencia truncada, en todas sus posibilidades y futuribles extinguidos por el acto homicida. Elocuente silencio, si cabe la expresión. Su muerte, estas muertes, presentan, además, un oscuro mensaje: ante la carencia de apoyos y de medios, ante el olvido del Estado, es lícito matar a un niño, a un hijo. No a cualquier niño ni a cualquier hijo, claro. La sociedad no exculpará a la madre en situación de pobreza que asesine a su hijo neurotípico. Para algunos siempre debería existir alguna opción, para otros no.
Mientras la vida de los autistas, de los discapacitados, no sea considerada tan valiosa y digna como la neurotípica, como las que no presentan impedimentos, muchos seguirán siendo descartados impunemente. Guías antifilicidas como la de ASAN son de lectura obligatoria. Necesitamos un cambio social, denunciar y transformar los ideales capacitistas. Denunciar sus coartadas y cómplices. Empezar a llamar “asesino” al asesino; al homicidio, “homicidio” sin excusarlo, sin mezclar la piedad o el altruismo en horrendas e inexcusables acciones. Poner a las víctimas, como Oliver, en el primer plano, en nuestros pensamientos, oraciones para quienes las ofrezcan, acciones de denuncia y prevención, en la memoria de una vida destruida por quien estaba llamado a cuidarla.
Actualmente, el asesinato de un hijo neurotípico quizás solo sea equiparable al de una mascota. Nuestra sociedad, que tanto ha avanzado en la lucha contra el maltrato animal, no ha hecho lo propio con los abusos y crímenes hacia los discapacitados. La Alemania nazi fue pionera en leyes contra el maltrato animal a la par del exterminio de discapacitados y de aquellos distintos a su ideal de raza y capacidad. Nuestra sociedad actual, en su silencio por Oliver, en los atenuantes morales para su asesina, opera distinto a la indignación general de quien mata a su perro. Es muestra de qué están hechas su inclusión y solidaridad, de un ligero y torvo cartón. El progreso en Occidente no es espiritual ni moral. Se ama a los animales como en la época del nazismo, mientras se comparte análogo (aunque disimulado) ideal eugenésico.