La adultez no sólo es un tema poco tratado en el autismo, es casi un tabú. Tenemos muchos libros, estudios, testimonios, etc., referidos a la infancia, niñez y adolescencia autistas; luego, muy poco. Pareciera que todo se detuviera al finalizar la escuela.
La sociedad capacitista encuentra una coartada en las edades anteriores a la adultez. ¿Quién no haría algo por los niños? ¿O por los adolescentes, esa gran preocupación de los cuidadores? Puede entonces desplegar su paternalismo a través de planes de «inclusión», educativa por ejemplo (ningún ciudadano debería ser «incluido», debe participar en lo social -con los ajustes que requiera- por el propio hecho de serlo), de campañas, pasacalles y globos. Fotos y portadas demostrarán la «preocupación por el tema» y conciencias calmadas.
Un adulto no tiene ya esa gracia y supone problemas menos pubicitables. El paternalismo es lo opuesto a la autonomía e independencia; un adulto requiere formarse, tiene derecho al trabajo, al libre ejercicio de su sexualidad, a vivir solo o en espacio que brinde los apoyos y soportes necesarios a su privacidad.
Pero ¿cómo considerar adulto a quienes hemos considerado como ángel o niño eterno? El adulto autista deviene en una forma «desangelada», un niño deformado, alguien a quien mejor es no mirar. La sociedad barre al adulto autista bajo la alfombra junto a sus familiares. Poner los reflectores en el adulto autista mostraría el fracaso de los programas de «inclusión» que no consideran el desenvolvimiento autónomo, los apoyos y ajustes que se requerirán para vivir dignamente después de la adolescencia. La inclusión en la adultez se vuelve en beneficencia, en el mejor de los casos. Algunas cuotas de empleo, pocas fotos, poco que celebrar. Mejor mirar los pasacalles azules que pensar en el 80% de adultos autistas desempleados. Mejor fijarse en ese mundo «promisorio» que la inclusión parece ofrecer.
Una sociedad que cuestionase su capacitismo apostaría por el respeto nacido de la convivencia. En un pacto social nacido del respeto a la neurodiversidad, cada quien recibiría lo necesario como parte del derecho natural. La sola idea de «incluir» a alguien sería un sinsentido, ¿cómo «incluir» a alguien que por ser ciudadano ha estado integrado siempre a su comunidad? Llegada la adultez, todo autista tendría las herramientas y entornos necesarios donde desarrollar un proyecto de vida digno.
Un adulto autista, su mera existencia, denuncia a la sociedad, sus fantasmas e ilusiones. Mejor no hablar de ellos. ¿Y los ancianos autistas? ¿Ha oído hablar del autismo en la tercera edad? No es difícil imaginar, tristemente, el por qué.