Cuando se habla de «trauma» solemos pensar en aquel evento que irrumpe devastadoramente causando una herida profunda. Un shock que viene a descarrilar el curso de una vida. Se dan, también, a través del desarrollo; abusos repetidos y sostenidos en el tiempo, negligencias cotidianas, abandonos diarios, que devienen en el llamado Trastorno de estrés post-traumático complejo. Si bien el porcentaje de este en la población autista es altamente significativo, pocos se habla de ello. Más bien, se calla.
Una de las formas de generar un trauma complejo es a través del estigma. En griego clásico, esta palabra alude a la marca que se hacía con un hierro candente en el esclavo que había intentado escapar. El estigma tuvo, desde siempre, la idea de señalar al indeseable, al que debía sentir culpa, de quien era la vergüenza. En la sociedad actual, el estigma se coloca en un grupo de personas que reúnen características comunes que son señaladas como negativas, determinando su inferioridad, discriminación y exclusión. Cuando tu humanidad es devaluada constantemente por «no ser como nosotros», cuando eres el otro al que se rechaza y expulsa, el trauma atraviesa lo medular de la existencia.
En el autismo el estigma se asocia a lo «anormal» bajo la imposición de la «enfermedad mental», del «trastorno» que te aleja del «nosotros» deseado, típico. El capacitismo reúne los estigmas que ordenan los mecanismos de opresión hacia las personas autistas. Uno de ellos es la invalidación de la experiencia del ser autista. Constantemente se le invalida por sus características cognitivas, afectivas, sensoriales, por no «funcionar» como de modo (neuro)típico. La experiencia del trauma por invalidación crónica genera sentimientos de vergüenza tóxica y desesperanza aprendida. Si todo lo que hago, pienso, siento, pasa por ser comparado para ser desvalorizado como defectuoso, aprendo a no hacer, a paralizarme, a dejar de ser.
He aquí la razón de la reivindicación del orgullo autista como forma de resistencia y de validación a sus características oponiéndose al estigma de la deficiencia y del modelo de la patología. El objeto de una vida es poder llegar a ser quien se debe ser. Difícil tarea si uno debe pretender ser otro para librarse del estigma. Pero los disfraces son un laberinto donde siempre pierde el fugitivo, donde se pierde el ser. El costo de mantener la máscara es perder todo reconocimiento del rostro propio. El costo es sucumbir a un trauma complejo porque el cuerpo va registrando cada invalidación, cada huída, cada exclusión, cada careta; lleva el compás de este fracaso anunciado hasta que no pueda más y colapse. Callar te hace cómplice, hablar no te hace más justo. Se trata de hacer y no hacer, en principio dejar de invalidar.