Para este lunes no tendré un artículo. Es una costumbre iniciada como un rito lúdico: compartir mis motivos con los demás, como quien abre la mano y muestra, en la mano, el guijarro más bonito que pudo encontrar. Pero ha devenido un deber, un imperativo donde se entretejen preocupaciones similares a otras de compañeros autistas: ¿se decepcionarán de mí si no publico hoy?, ¿estoy dejando de ser solidario, de compartir?, ¿me he vuelto egoísta?, ¿estoy fallando nuevamente?, etc. Rumiaciones, congojas, frustraciones rememoradas: no estar a la altura, nunca estarlo. Spleen e Ideal.
Por supuesto, nada de ello es cierto objetivamente, y sería fácil salir del estado de ansiedad y de melancolía si no estuviéramos, como autistas, atravesados en nuestra subjetividad por un profundo sentido del deber, de la moral, y de un anhelo —trágico— de perfección, de nostalgia de lo Absoluto, del Paraíso Perdido. No una «utopía», porque esta palabra significa “ningún lugar”; una eutopía, el “buen lugar”, uno inabarcable, inalcanzable e imposiblemente autista.
Ante una humanidad tantas veces rechazada como la nuestra, es usual despreciarla, sentirla fallida e inacabada. Intentar, por todos los medios, remontar la herida, las heridas varias, y alcanzar el triunfo que nos valide a los ojos de todos. Además del deseo unánime de simetría, orden, patrón, detalles; además de la hiperempatía; de la exigencia y del deber.
Abrazar nuestra humanidad: tullida, discapacitada, imperfecta, distinta, irrepetible, digna, gloriosa… humana. Nuevamente, nacer a nosotros, maternar(nos), aceptarnos, cuidarnos y hacer lo que podamos. No le debemos nada a nadie, salvo nuestro mejor esfuerzo, una mirada compasiva a los demás, y, para nosotros, el respeto de nuestros límites: conocerlos, fijarlos.
Buscar el buen lugar y la vida buena, autistas.
Hoy no iba a hacer un texto. Y aquí está. Me abrazo, ¿te abrazas tú?