La pregunta por el “cómo vivir”, por los componentes de una “buena vida”, es tan antigua como los sistemas filosóficos y de pensamiento humanos. “Eudaimonía” en griego suele traducirse como “felicidad”, pero tiene un sentido distinto. Viene de “eu” (“bien”, “correcto”) y “daimon” (“espíritu”, “genio”). Es decir, significa un estado correcto del espíritu, se aproxima más a “bienestar”. Para Aristóteles, “eudaimonía” supone un “hacer bien”, “vivir bien”, de acuerdo con las virtudes propias y la razón.
Hace unos días escribí en mi cuenta de Instagram la siguiente frase: “Para vivir con bienestar, un autista necesita un tipo de vida autista. (¿Suena redundante? ¿No es algo lógico? ¿Entonces?)”. Muchos alistas (no autistas) preguntaron qué tipo de vida sería aquella.
Un tipo de vida autista es aquella en la que cada autista se realiza de acuerdo a su naturaleza (la de ser autista), en un contexto donde prima su seguridad. Allí radica la prosperidad de una vida autista, su bienestar.
Una vida autista no puede ser una vida neurotípica, una “normal”. Sometidos a estos ideales, los autistas experimentaremos malestar sensorial, cognitivo, afectivo y existencial. Todo lo contrario a una vida buena.
Para realizarnos, nuestras características y virtudes deben fluir acorde con el entorno. Como una onda que atraviesa suavemente las aguas hasta la orilla. Nuestro sistema nervioso autónomo procesa los estímulos de modo sensorialmente distinto. De una u otra forma, los autistas experimentamos una mayor o menor reactividad (hipersensible o hiposensiblemente) a los estímulos respecto de la sensorialidad típica. Los entornos están diseñados para un procesamiento sensorial distinto al nuestro. Este es el primer escollo a nuestro bienestar: la falta de adecuación a nuestra expresión sensitiva particular y la carencia de herramientas (tecnologías de asistencia o técnicas) para evitar la desregulación sensorial. El desconocimiento del perfil sensorial de cada autista contribuye a la exposición constante a señales aversivas, generando un estrés tóxico e inmanejable, transformándose posteriormente en trauma sensorial.
Nadie debe “acostumbrarse” al dolor. Un primer escalón hacia nuestro bienestar será estar atentos a nuestros estilos sensoriales desde nuestro nacimiento. Luego, conocer nuestro perfil sensorial para adecuar el entorno y darnos las herramientas necesarias para manejar y sobreponernos a la sobrecarga sensorial cuando no sea predecible.
Predictibilidad. Nuestra mente es monotrópica, procesa a nivel cognitivo un tema a la vez, privilegiando un solo canal sensorial. Se enfoca principalmente en los detalles, con una minuciosidad especializada, buscando patrones, sistematizando la información. Cambiar de actividad, procesar otro tema, requiere de un tiempo de transición, de reacomodo. Por ello la necesidad de horarios y rutinas establecidas; ellas permiten ocuparnos con tranquilidad y seguridad en nuestras tareas e intereses profundos.
Tener que realizar muchas actividades a la vez, procesar simultáneamente información variada, no poder prever las actividades ni el tiempo establecido para estas, nos satura enormemente y conduce al colapso. Los estallidos (meltdowns) pero también la ansiedad y el burnout están asociados al poco cuidado y respeto del funcionamiento de nuestra mente monotrópica.
Procurar nuestro bienestar guarda relación con la cantidad de información y el tiempo necesario para realizar una tarea, la consideración por el momento necesario para nuestros intereses profundos, poder anticipar nuestro horario y cambios eventuales. Sabemos que la vida supone también el azar y lo imprevisto, solamente necesitamos que esas ocasiones sean la excepción y no la constante.
Empatía. Nuestra forma autista de vincularnos y cuidar de los demás. Solemos escuchar, desde la infancia, sobre nuestras carencias en una “Teoría de la mente”, es decir, no poder entender ni interpretar adecuadamente las emociones e intenciones de los demás. Efectivamente, tenemos un déficit de teoría de la mente neurotípica, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Acaso los demás no tienen problemas al no tener una “teoría de la mente autista”? Empatizamos según el orden de nuestro afecto, el cual sigue principios tan humanos como los mayoritarios. Lamentablemente, la escasa empatía neurotípica para todo lo diferente nos hace apenas conocidos.
Como todos, miramos las relaciones desde nuestra experiencia subjetiva, suponemos que los demás tomarán decisiones como nosotros lo haríamos, buscarán soluciones similares a las nuestras, interpretaremos la conducta de los otros desde nuestras creencias y deseos: eso es, justamente, la definición de “teoría de la mente”. Una autista en nuestro caso. Nuestra forma de apego, comprensión afectiva, de sentir con el otro, de compadecernos y realizar acciones de ayuda a los demás no es ni menor ni una forma precaria o deformada del sentir típico.
Nuestro bienestar, nuestra confianza en el mundo y en los demás (incluidos los cuidadores, por cierto), se basa en recibir un cuidado acorde a nuestras emociones y afecto y en el reconocimiento hacia las formas en que los otorgamos. Comunicación indirecta, comunicación paralela, infodumping, penguin pebbling, conducta altruista, etc., son algunos de los tópicos sobre nuestra empatía que debe revisar.
Sensación, cognición, afecto. Dichas partes aún no son la suma del todo: cada ser autista. La personalidad, historia, anhelos, ideales, deseos… engloban la dimensión existencial de la subjetiva experiencia del bienestar cuando se analiza el curso objetivo de una vida. ¿Han desviado los vientos? ¿Ha refrenado el impulso los obstáculos? ¿Se ha detenido prematuramente? ¿Alcanza la diana? ¿Cómo y cuánto?
Un autista necesita un tipo de vida autista. Considerada y ajustada a su sensorialidad, al ritmo propio de su mente monotrópica, en la pasión por sus intereses profundos, recibido el cuidado primordial, confiando con el recuerdo de la seguridad del afecto inapelable, recibido y dado aquello que llamamos amor. Hechas las cuentas, juzgar la vida “buena” para habitarla y para partir sin reproches.