El fin de semana reflexionaba con un grupo de nuestra certificación de autismo sobre el “diagnóstico” y cómo resignificarlo. Si bien es mayoritario, su uso no es exclusivo de la medicina; por ejemplo, decimos “hice un diagnóstico de la situación”. Etimológicamente, proviene del griego diagnōstikós, compuesto por el prefijo dia (a través de) y gnosis (conocimiento), es decir, llegar a algo “a través del conocimiento”: discernir, distinguir, reconocer. Por ello, «análisis», en general, puede ser un sinónimo.
¿Por qué tener reparos para su uso en lo mental? Por las particularidades que le ha impreso el modelo médico y por el desplazamiento de sus significados sobre la patología y la enfermedad.
Tenemos dos caminos: actualizar el sentido original desde el paradigma de la neurodiversidad o buscar un mejor vocablo. Una propuesta es el de “detección”. Esta proviene del latín “detectio” y significa “la acción y efecto de descubrir algo que no era patente”. Otorga un sentido aproximado al de “diagnóstico” y es un candidato, aunque con ciertos matices distintos.
Cuando el modelo médico traslada la forma, la estructura del diagnóstico de lo físico a lo mental, genera una notoria aporía. Pasamos del terreno de lo observable y medible a lo inferido a partir de conductas y características agrupadas en conceptos. De esta manera, en el terreno de lo mental, el diagnóstico configura una narrativa, una construcción específica de un momento determinado del conocimiento, en constante evolución. Comparemos las definiciones de Sukhareva de 1926 (aproximadas en algunos puntos al actual DSM 5-TR), las de Asperger del 38, las de Kanner del 43, con las psiquiátricas actuales y observaremos las diferencias. Veremos otras, mucho más notables, en las consideraciones sobre las características propias del autismo por parte de investigadores autistas y de la propia comunidad, sobre todo en el autorreconocimiento autista (autodiagnóstico).
Como señalan Bessel Van Der Kolk y Francis Allen, los finales del siglo XX y el inicio del siglo XXI estuvieron marcados por la promesa de la psiquiatría molecular de encontrar los sustratos genéticos de los “trastornos” mentales. De esta manera, un test genético podría diagnosticar la esquizofrenia como un hemograma la anemia. Luego de casi tres décadas y millones de dólares en investigación, no sólo no se han encontrado las causas genéticas para ninguna condición psiquiátrica, sino que, en el caso de la esquizofrenia, por ejemplo, existe más bien una multicausalidad. No hay un camino que lleva a ella sino decenas o acaso centenas de rutas.
Para el caso del autismo, donde sabemos que la heredabilidad es del 83% (como se ve en la mayor cantidad de estudio es en gemelos) pero, además, de lo difícil del mapeo total de los genes implicados en nuestra condición. Se estima que al menos el 50% de la probabilidad genética se predice por una variación genética común y otro 15-20% se debe a mutaciones espontáneas o patrones de herencia predecibles. La probabilidad genética restante aún está por determinar.
Entonces, si el diagnóstico de autismo (como el de otros neurotipos) está lejos de ser determinado por pruebas genéticas y depende de la forma de agrupar y definir las características observables, fenotípicas, ¿cómo no habríamos de incluir la voz más que autorizada de los propios investigadores autistas? ¿Cómo puede ignorarse en la construcción de la narrativa diagnóstica la perspectiva de quienes experimentan el autismo no como un objeto sino como parte indesligable de su subjetividad?
Un diagnóstico puede conducir, a través del conocimiento, a la explicación que resignifique una vida y devuelva una forma de libertad presente y futura. Puede aliviar el estigma por la explicación personal sobre la naturaleza de las características ocultadas; en la apropiación de esa “rareza” señalada por la sociedad como una identidad no exenta de orgullo. Cuando el diagnóstico se tiñe en la lógica de la patología puede ser, más bien, la causa misma del estigma. Cuando el autismo es un “trastorno” y no una condición de vida o neurotipo; cuando se “tiene” y no se “es”; cuando se “padece” y no se “vive”; cuando el autismo no proviene de la voz autista sino de la neurotípica, animará los títeres del estereotipo y el hierro del estigma.
Alzará las banderas (rojas) de la “deficiencia” respecto de la mente “sana” o “normal”; convirtiendo en anécdota, en mera cuota inclusiva cualquier competencia. Pero un diagnóstico puede ser, también, como señala Frazer-Carroll, elaborado comunitariamente. Cuando alguien sospecha ser autista busca en las redes foros, sigue cuentas de autistas, pregunta. Y recibe respuestas, consejos, recomendaciones, testimonios, calidez y ánimo. Un acompañamiento donde se irá tejiendo una respuesta a través del conocimiento, justo como el significado de “diagnóstico” promete. Uniéndose a ese saber un rasgo esencial de la comunidad: el cuidado, el signo de una identidad venidera. Ese es el sentido desde el cual podemos actualizar, desde el paradigma y movimiento de la neurodiversidad, el concepto de “diagnóstico”. Rescatando su origen a la par de la narración del autismo: por autistas, con conceptos autistas, construyendo una identidad. Una en comunidad autista.