Una reflexión de Bea Sánchez sobre el autodiagnóstico posibilita estas líneas. Muchos autistas han llegado a comprender su condición de vida, su neurotipo, después de un concienzudo análisis y estudio. Algunos han podido respaldarlo en un documento avalado por un profesional, mientras que muchos otros no lo han logrado.
La principal razón para autodiagnosticarse no es la moda, como muchos acosadores y matones en redes piensan, sino el acceso mayor a la información que nos permite investigar sobre el saber más preciado: nuestra identidad en el mundo.
Como psicólogo, sé que estamos lejos, al menos en mi país, de proporcionar un acceso universal y de calidad al diagnóstico para quienes lo requieran. También sé que el conocimiento de muchos autodiagnosticados sobre autismo supera al de muchos profesionales de la salud mental. Además, sé que las profundas intuiciones sobre uno mismo, una vez disipados los temores mediante el análisis, conducen al tiempo de la afirmación.
Como psicólogo, tengo esencialmente presente una de las tres inscripciones del templo de Apolo en Delfos: γνωθι σεαυτόν, “conócete a ti mismo”.
Diagnóstico”, en griego, tenía un sentido distinto al médico actual. Compuesto por “dia” (“a través de”) y “gnosis” (“conocimiento”), significa “a través del conocimiento”, es decir, la capacidad de discernimiento o de reconocimiento. Y es este sentido original el que prevalece cuando alguien se “autodiagnostica” como autista: se “autorreconoce” así. No usurpa ningún saber clínico, aplica su discernimiento sobre lo estudiado y analizado. Descubre, encuentra, resuena. Vuelve a conocerse para descifrar trazos hasta ahora ilegibles de una vida; coherencia en lo que era fragmento.
Como señala Micha Frazer-Carroll en su libro “Mad World”, el diagnóstico, antes que un acto clínico o médico, se da a través de una comunidad. Toda persona que pasa por un proceso autodiagnóstico es alguien que se ha sentido extraño, diferente, distinto al papel representado, ajeno a las formas típicas del ser y del estar. Excluido del “nosotros”: ni un “yo” que pueda afirmarse ni un “tú” al cual se dirijan en semejanza. Una tercera persona, un otro. ¿Cómo podría no buscar respuestas a este exilio constante y manifiesto? En esta investigación encuentra comunidades autistas, hace preguntas, plantea hipótesis, atreve su historia de vida. Recibe orientaciones, ánimo, posibilidades, una identidad vislumbrada. Hasta que se reconoce en esta u otra neurodivergencia. Respaldada o no en un acto oficial, poco importa para quien, buscándose a sí mismo, ha encontrado una tierra litoral.
Muchos no autistas ven con desconfianza, recelo, hostilidad incluso, este acto autoafirmativo. Lo invalidan porque aquel autodiagnosticado no se parece a un autista que conocen; como si el autismo fuese un recinto de objetos en serie y no un espectro dinámico. Desconfían de la pericia de la propia persona para llegar a dicha conclusión; como si supiesen más de su vida que ellos mismos. De su aparente falta de discapacidad, nuevamente, como si conviviesen con esa persona todo el día y en todos sus contextos. Porque no ha sido respaldado por un profesional de la salud mental; como si hubiese suficientes profesionales correctamente actualizados para dar un diagnóstico apropiado, sobre todo en la edad adulta; como si no se corriese el riesgo del maltrato y del prejuicio en manos poco preparadas; como si los Estados se preocuparan de disponer de los espacios de evaluación adecuados para quienes tienen menos recursos y la imposibilidad de acceder a uno privado. Finalmente, los acusan de querer prácticamente “robar” las ayudas que el Estado procura a las personas discapacitadas, como si estas fuesen una solución real a sus problemas (nadie recibe estos apoyos sin un diagnóstico oficial), como si la búsqueda de la identidad tuviese un fin de lucro.
El autodiagnóstico como fenómeno se explica, además, dentro de los márgenes de exclusión de una sociedad profundamente capacitista. Una sociedad con una equilibrada empatía, con accesibilidad universal, donde se trascienda la inclusión para establecer una convivencia respetuosa, comprendería la semejanza de lo humano en sus diferencias, sin que ello sonase a paradoja. Una sociedad así garantizaría no solo la posibilidad de la formación de toda identidad sino también su respeto. No sería necesario, tampoco, patologizar las vidas que requieren apoyos y ajustes para dárselos. Si existe el autodiagnóstico es porque existe la exclusión, porque muchos son colocados en periferias físicas o simbólicas, donde realizar la construcción del yo y del sí mismo se da a pesar de la sociedad. Lograrlo es un acto lo suficientemente heroico como para vulnerarlo. Un acto que debería estar exento de esfuerzos para ser pleno en acompañamientos.
Porque cuando me autorreconozco arribo a un hogar que traspone el reino de los fracasos y de la opinión ajena.