El capitalismo, en sus versiones extremas sobre todo, nos ha vendido el mito del individuo como un semidiós hacedor de su destino.
Nuestra es la época del pensamiento positivo y sus visualizaciones de prosperidad; donde el fracaso debe ser leído como una falta de creencia, una falta de fe en ti que ocasiona este castigo. Sin ningún contexto que influya: el problema ha sido solamente tuyo.
Del trabajador convertido en un «emprendedor», un empresario de sí mismo destinado a autoexplotarse en pro del éxito. Cuyo burnout y cansancio no tiene otro culpable que su propia mala gestión.
Es la época del mindfulness para todo propósito, donde el sujeto es centrado en un eterno presente sin contexto. Donde las preocupaciones parecerían sólo estar en la mente. En tu responsabilidad de no permanecer impasible. Eres tú y no el entorno.
De ello ha emergido una psicología positiva que enfatizando en las fortalezas evade el contexto social donde ocurre la imposibilidad de ser feliz; colocándola como una decisión individual, unida a la herencia biológica y apenas influenciada por el entorno en la ecuación del bienestar.
En este «espíritu de los tiempos», del individuo hacedor, es natural la «independencia» como conjuro y mantra de una meta difusa que en soledad debemos lograr, donde la competencia misma supone el curso de la vida.
En una sociedad tal, donde la idea de comunidad ha desaparecido, una persona discapacitada será leída por el valor opuesto: la dependencia. Ajena a la realización prometida para quien es independiente, estas personas serán un problema para el correcto avance del conjunto social, agrupados no por lazos sino por incesantes competencias. Cuidar de ellos ralentiza y extraña la marcha. Cada quien debe cuidar de sí mismo. ¿No nos repiten hasta la saciedad el tema del autocuidado?
El «dependiente» es una aparición que aterroriza, un espejo de mala suerte. ¿Qué sería de mí si perdiese mi independencia? Es preferible no verlo en su semejanza; incluirlo quizá pero sólo para mostrar lo diferente que somos. Soy yo Quine puedo incluirte a ti y no viceversa.
En un orden tal, la lógica del «trastorno» coloca las dificultades como un error del individuo, como un fallo en su independencia, como castigo por no buscar su felicidad, un fardo para quien ha pecado seguro de negatividad.
El modelo médico y la sociedad del individuo, borran o exculpan convenientemente el contexto. La discapacidad y su problemática, es una realidad ajena a las desigualdades económicas, sociales, a imperativos morales perniciosos. En suma, la sociedad capacitista y su mandatos poco tendrían que ver con la infelicidad del sujeto, con su negativa a decidirse ser feliz.
En la lógica del «trastorno», el autista será visto con el paternalismo del «tratamiento moral» pineliano, se buscará acceder a las trazas de razón, de posibilidad neuorotípica que puedan habitar en él.
Los tratamientos para el «trastorno» de la conducta intentarán aplacar su carácter disruptivo; para el «trastorno» de aprendizaje lograr que siga adecuadamente el ritmo de las clases; para el «trastorno» de integración sensorial que el sujeto se autorregule; etc. Sin sopesar lo que el entorno -enormemente- influye en la conducta, en las dificultades sensoriales, en los retos para aprender (qué y para qué, cómo).
Recordemos que un impedimento significa no tener una habilidad que la mayoría posee. Este se vuelve discapacidad ante las barreras que la sociedad levanta y mantiene.
Es posible que incluso con apoyos adecuados la persona siga necesitando cuidados. Esto nos lleva a pensar en el cuidado, la dependencia y la independencia. A partir de los trabajos de la ética del cuidado sabemos que no somos individuos independientes, como se nos quiere hacer creer, sino seres interdependientes.
Todos necesitamos de los cuidados y de la ayuda de los demás, ese es la esencia de una «comunidad»; la cual ha sido reducida a una mercancía para las redes sociales y convenientemente anulada de los lazos cotidianos.
Cuando empleamos «trastorno» para cualquier característica, expresión o proceso del cuerpo-mente autista lo patologizamos, exculpando al entorno y a quienes lo habitamos. Reconocer que nuestra independencia es un doloroso mito, que nuestra individualidad solitaria no es sino un yugo, es el inicio para dirigir adecuadamente el cambio. No en nuestros cuerpos-mentes, en principio, sino en el entorno y sus desigualdades; de donde proviene y persiste el malestar.
Reconocernos interdependientes. Corregulación y no sólo autorregulación; cuidarnos y no sólo autocuidado. Nuestras humanas semejanzas son nuestra diferencias.
Debemos rehacer una comunidad. Con fiestas; rituales; ceremonias que nos permitan habitar el tiempo de la diferencia, el tiempo de todas las formas de vida. Un espacio donde estoy unido con aquel autista, aquel neurodivergente, aquel discapacitado, en el rito del cuidado. En las tradiciones de la comunidad.