Vivir con miedo. En esta frase se sintetiza la experiencia diaria de muchos autistas. No es un apunte retórico, es una situación real ante las situaciones que afectan su estabilidad sensorial, cognitiva y afectiva. Lamentablemente, estas ocurren de manera sostenida ante el desconocimiento de las características del funcionamiento del cuerpo-mente autista. La ignorancia sobre su perfil sensorial; sobre el tipo de procesamiento monotrópico, en detalles y patrones; sobre las formas de vinculación y empatía autistas, se traducirán en el sobresalto, la frustración, la incomprensión, en un estado general que puede ir de la alerta extrema a la desesperanza.
La ansiedad empieza con una reacción de alarma ante un peligro interno o externo. En principio, no tiene una connotación negativa; es un estado donde una serie de sensaciones (sudoración, palpitaciones, ritmo respiratorio) comunican que nuestro sistema nervioso ha empezado a desequilibrarse ante un evento que requiere de nuestra alerta. Nos prepara, entonces, para la acción. De las decisiones que se tomen, del afrontamiento y las estrategias dependerá la homeostasis, la vuelta al equilibrio.
La ansiedad, en sí, no es problemática. Nos pone en guardia ante el peligro y nos impulsa a resolverlo. Preocupa cuando se vuelve sostenida en el tiempo, cuando pierde su función adaptativa y se generaliza en cualquier momento y de modo inespecífico. Cuando se vive bajo amenaza constante sin poder ubicarla claramente ni hallar los medios para sentirse a salvo. En el autismo, el camino que lleva a la ansiedad crónica se explica en las siguientes dimensiones:
Desde lo sensorial: muchos autistas presentan un perfil sensorial distinto a la media poblacional (neurotípica), pudiendo ser hiposensibles (por debajo) o hipersensibles (por encima) en la interpretación sensorial de los estímulos. En el caso de la hipersensibilidad, ambientes que para los demás parecen adecuados serán vividos como amenazantes. El temor sostenido deteriorará, además, el vínculo con los cuidadores; la persona autista los supondrá negligentes hacia sus necesidades de ayuda. La frustración (que puede derivar en autolesiones y estallidos) se incrementará durante la infancia o en autistas no hablantes carentes de un sistema de comunicación aumentativa alternativa, es decir, sin posibilidades de poder comunicar eficazmente su malestar.
Desde lo cognitivo: los autistas requieren de predictibilidad, de rutinas y horarios porque su cerebro-mente así lo requiere. Tienen un tipo de procesamiento monotrópico, es decir, se focalizan profundamente en una tarea y deben terminarla antes de pasar a otra. En su mayoría, no son multitasking. Su capacidad de hiperfoco hace, además, que pierdan noción del contexto cuando atienden un interés específico. Por ello, la necesidad de constantes en sus tiempos, pues les permite realizar con tranquilidad las tareas del modo para el cual su cognición está preparada. Cualquier cambio brusco o imprevisto será vivido con temor. Imagine usted estar muy concentrado en algo y que alguien toque inesperadamente su espalda, seguramente se sobresaltará. Ahora multiplique ese sobresalto en alguien que se hiperfocaliza y abstrae acaso diez veces más que usted. Aquellos que buscan “romper” las rutinas de los autistas para “flexibilizarlos” solo generan una prolongada experiencia de miedo, ansiedad y la constatación de no poder hacer nada frente al estrés generado y la pérdida de la confianza en toda seguridad.
Desde lo afectivo: las formas del afecto y de la empatía autistas son escasamente comprendidas. Se espera que lo hagan del modo neurotípico y en ese esfuerzo se invalidará cada uno de sus intentos por vincularse en sus propios términos. Esto es lo que se encuentra detrás de los programas de “habilidades sociales” para autistas cuando estos no se centran en dar herramientas para comprender, actuar y defenderse en el mundo neurotípico sino en hacer todo lo posible para enmascarar sus expresiones propias. Los autistas tienen un tipo de inteligencia social distinta, se vinculan con el otro y demuestran su afecto a través de sus intereses profundos (el “infodumping”, por ejemplo), a través del juego y actividad en paralelo (estar cerca de alguien haciendo algo distinto), los regalos inusuales (algo que para él es muy importante, de su colección por ejemplo, o que le recuerda a ti, el famoso “penguin pebbling”), etc. Cuando no comprendemos que un luminoso guijarro que nos ofrece lleva la marca que le recordó a ti, y por ello es único entre la infinidad de guijarros como único eres tú entre el resto de personas, y esperamos en lugar de ello un abrazo, entonces no estamos preparados para esta dimensión profundamente distinta del afecto humano. La penalización constante del ofrecimiento afectivo, el intento para amar de una única manera, la estandarización del sentimiento, llevan a la desvalorización y una constante crisis en la autoestima. Tu amor es un amor fallido, es el mensaje que el autista recibe. Intentar dar afecto es vivido, también, bajo el sino de la ansiedad.
Dependiendo de los estudios, la tasa de ansiedad en el autismo varía entre 20 y 80 %, a través de sus variantes: trastorno de ansiedad generalizada, ansiedad social, fobias específicas… Nadie atemorizado, nadie en constante estado de alerta e hipervigilancia generado por el miedo, puede interactuar, compartir e implicarse adecuadamente con los demás. El estrés crónico producido genera, además, formas de desesperanza aprendida y trauma complejo. La ansiedad no forma parte de las características del autismo. Ocurre como consecuencia de la indolencia sostenida a su expresión neurológica, mental, afectiva. Nadie merece vivir con miedo. Una vida así es una que definitivamente se acorta. Una, también, que merece recobrar la confianza (o empezar a tenerla) en poder habitarla en mis rutinas, en la calma de los sentidos, en los guijarros donde sonrío y me ofrezco.
Gracias por atender, explicar y apoyar a los autistas y sus familias.
¡Gracias!