En abril de 2018, recuerdo que alguien me alertó sobre la aparición del artículo de Herwig Czech titulado “Hans Asperger, Nacionalsocialismo e ‘higiene racial’ en la Viena Nazi”. Su lectura me sacudió. Era un tema que llevaba un buen tiempo circulando. Incluso el libro «Neurotribes» de Silberman, tres años antes, sugería tímidamente esta posibilidad. Otro libro, quizás mejor en muchos aspectos pero menos promocionado, «In a Different Key: The Story of Autism» de Donovan y Zucker, dos años antes, ya narraba las investigaciones específicas de Czech. Esa misma noche, cambié el nombre de EITA, que hasta ese momento se llamaba “Equipo de Investigación y Tratamiento en Asperger y Autismo”, por el de “Equipo de Investigación y Trabajo en Autismo”.
Si bien el diagnóstico de “Síndrome de Asperger” había desaparecido de la clasificación DSM desde el año 2013, continuaba en uso debido a la vigencia del CIE-10. Quienes afirman que este diagnóstico no se utilizaba desde aquel año cometen una inexactitud. Siguió existiendo hasta el 2022, cuando entró en vigor la undécima edición de esta clasificación que, a diferencia del DSM, es mundial.
El impacto en muchos estaba relacionado con el relato que Asperger propició y sobre el cual tantos otros contribuyeron. Por ejemplo, el capítulo de Neurotribes dedicado a él pasa de lo biográfico a la hagiografía. Hans Asperger era un héroe, un resistente enfrentado sigilosamente al nazismo. En su agudeza en la descripción de los talentos y virtudes cognitivas de sus “pequeños profesores”, de aquellos niños autistas objeto de sus investigaciones, demostró al régimen su “educabilidad”, salvándolos del exterminio. Ideas suyas como “No todo lo que se sale de lo normal y, por tanto, es ‘anormal’, tiene que ser necesariamente ‘inferior’”, prefiguraban el futuro paradigma de la neurodiversidad. Hans Asperger era un pionero, un héroe, un adelantado, un vanguardista.
El gran error, antes de conocer los crímenes de Asperger, fue convertirlo en una suerte de patrón de una historia “correcta” del autismo. Incluso si su mayor falta hubiera sido tomar las ideas de Grunya Sukhareva (como descubrimos a través de la traducción de sus artículos por Sula Wolff), el error siempre hubiera sido darle tanto poder simbólico no siendo autista y portador de las insignias del saber y el modelo médicos.
Hacia principios de los años noventa del siglo veinte, antes incluso de la inclusión del Síndrome de Asperger en el DSM-IV, una nueva nomenclatura se ensayaba para los autistas poco identificables en las descripciones de Leo Kanner. “Autista de alto funcionamiento” era la etiqueta, hoy profundamente capacitista, que buscaba superar las estrechas paredes de los conceptos al uso. Una oleada de investigadores y activistas autistas tomaba la palabra: Jim Sinclair, Donna Williams, Temple Grandin, Marc Segard, Therese Joliffe, etc. El autismo no se trataba de un tema infantil. ¿Dónde encajar a estos bárbaros recién llegados? “Síndrome de Asperger” sería la categoría que entraría en disputa con “Autista de alto funcionamiento” a finales de siglo.
El arribo de esta no solo inauguraba una visión funcionalista sobre el autismo, también trazaba una ilusoria división en el mismo. Era preferible ser Asperger que autista. No solo para alejarse de los prejuicios de este, sino también por la fascinación que por él mostró Hollywood y la cultura popular. Los “pequeños profesores” se transformaron en los “genios y excéntricos incomprendidos”, abarrotando el imaginario de la moda occidental televisiva y literaria. Tendencia que contribuiría, también, a la caída de esta aristocracia autista. Su uso indiscriminado hizo que perdiera su especificidad diagnóstica y luego de 9 años comenzaría a desaparecer.
Herta Schreibe tenía graves secuelas producto de una encefalitis. Fue enviada por Asperger a una clínica conocida por su programa de eutanasia. Treinta y cinco niños de doscientos, con diferentes discapacidades, fueron declarados como “no educables” por un comité del cual Asperger formaba parte. También fueron enviados a la siniestra clínica Spiegelgrund. Esto es parte de lo que ahora sabemos: incontable documentación fue destruida por los nazis.
No todos pueden oponerse al terror, no todos estarían llamados al heroísmo, dirán algunos. ¿Cómo oponerse a la maquinaria nazi? Pertenecer al programa de eugenesia y eutanasia no era obligatorio para ningún médico. Hans Asperger tomó esta decisión libre y en completa posesión de su voluntad. Esto señala lo terrible e inexcusable de su decisión. Sin atenuante posible.
El 18 de febrero, día del cumpleaños de Asperger, es ya un trasnochado día de celebración al hombre y la desaparecida categoría diagnóstica. Pero debe ser un día de reflexión para nuestra comunidad. Para empezar a elaborar una historia del autismo por autistas, de una cultura con referentes propios. Para recordar en el nombre de Herta Schreibe el de las miles de infancias anónimas cegadas en nombre del “funcionamiento”, de la “producción”, de la supremacía capacitista. Hans Asperger es el rostro del recelo a la diferencia. Del odio a quien no puede ser aprovechado o “(re)educado” a los fines de la sociedad capacitista. El rostro de Herta es el de todas las intersecciones de cuerpos y mentes excluidos. Hoy, todos los diferentes somos Herta Schreibe, nunca más Hans Asperger.