Uno de los libros más esperados por mí el año pasado fue «The Empire of Normality» del filósofo autista Robert Chapman. Sigo su obra desde hace años y creo que este libro es fundamental para la reflexión epistemológica. La forma en que lo «normal», su concepto y mandato como medida de lo humano, de lo aceptable y rechazable, de la identificación o el temor, del prójimo o el monstruo, es esencial no solo para un estudio actual y crítico de la neurodiversidad, sino fundamentalmente como denuncia del modelo económico y social que lo sostiene.
La Revolución Industrial instauraría la máquina como modelo de perfección productiva, hacia la cual el humano debería acercarse, si no en imagen, al menos en semejanza. Una máquina funciona o se avería; si esto último ocurre, ha de ser reparada. Encontramos aquí los ecos de nuestros discursos actuales sobre el cuerpo-mente de las personas con discapacidad en general y de los autistas en particular. ¿Alto y bajo «funcionamiento»? Fulano es autista «funcional». Una máquina averiada que no funciona ha de ser descartada; tal es la proyección del modelo médico rehabilitador y del paradigma eugenésico. Por ejemplo, en España, el 83% de los embarazos donde se detecta que el feto tiene Síndrome de Down termina en aborto; en Islandia, solo nacen en promedio dos niños al año con esta condición.
Adolphe Quételet, astrónomo y matemático belga, postuló en 1835 su teoría del «hombre promedio». A través del análisis de una serie de datos físicos (peso, talla, etc.), podría postularse la constitución ideal de la población, de lo «normal». Si bien esto supuso un gran avance en medicina al conocer el promedio de los latidos por minuto o de la capacidad pulmonar (Quételet fue el inventor del índice de masa corporal [IMC], hoy fuertemente criticado), también estableció el parámetro del cuerpo-mente «normal» deseable y cuáles deberían ser rechazados. Como señaló Quételet (y 189 años después aún mantiene una terrible actualidad): «Si el hombre promedio puede ser completamente determinado, podríamos considerarlo como el tipo de perfección; y todo lo que difiera de su proporción o condición constituiría una monstruosidad».
El capitalismo, nacido de la Revolución Industrial del siglo XIX, encontraría en la metáfora de la máquina y en la teoría del hombre promedio un andamiaje sobre el cual sostener los ideales de rendimiento y productividad de los individuos. El colonialismo europeo encontraría en estas teorías, también, justificaciones para el mito de su superioridad y la validez de su dominio. La naciente psiquiatría definiría que un africano normal equivale a un europeo anormal; ambos se caracterizan por la «superstición, creencias primitivas, incapacidad para el pensamiento abstracto». El hombre promedio tendría un tipo de capacidad determinada para producir; un color, el blanco; de clase media. Este estereotipo se mantiene como símbolo de Occidente hasta hoy.
Como señalamos en un artículo anterior, Chapman también enfatiza: «(…) no es el neurotípico quien oprime al neurodivergente, sino la dominación capitalista la que, en cierto sentido, crea y daña tanto a los neurotípicos como a los neurodivergentes, aunque de manera ligeramente diferente, dependiendo de la proximidad de cualquier individuo a la norma».
Nuestra época postcapitalista neoliberal ha llevado al extremo, como señala Byung-Chul Han, el mito del éxito y de la productividad hacia un «hacer» desenfrenado que copa todo tiempo de vida, transformándolo en supervivencia, pervirtiendo la libertad individual para entronizar la autoexplotación. Hoy, cada quien se considera un emprendedor, un gerente de sí mismo. Todo fracaso económico y social será atribuido a una mala gestión de sí mismo, eximiendo al sistema de toda responsabilidad.
El sistema actual sostiene el modelo del hombre y la mujer neurotípicos, homogeneiza en base al promedio expulsando toda diferencia, cierne el límite de la neuronormatividad y establece un discurso (de odio) capacitista, por razones estrictamente económicas y de consumo. En este escenario, el hombre y la mujer promedio sucumben en una carrera donde se ha excluido el tiempo del Ser, totalizando el del Hacer. Si bien en la sociedad neuronormativa lo neurotípico es un privilegio que no asegura, hacia el final, el bienestar del éxito, elusivo e imposible, prometido. Paradójicamente, el sistema discapacita y desecha, también, lo «normal».
Por supuesto, los autistas, neurodivergentes, y discapacitados están siempre en desventaja y soportan enormes barreras. La eugenesia puede ser clara, como mencionamos líneas arriba, o soterrada (en las barreras y la exclusión que canaliza la desaparición del diferente), pero siempre este sistema es uno de muerte, para unos tempranamente, para otros a mayor plazo. La guerra entre autistas y neurotípicos, el neurotípico como enemigo, es uno más de los desvíos, del juego de espejos con los que los poderes sociales esquivan el núcleo de la solución: no son las torres ni los alfiles, no serán los caballos, mucho menos los peones. De lo que se trata es de capturar a la Dama -el poder mismo- y derribar al Rey. Mientras estemos enfrascados en una lucha vecinal, el sistema se mantendrá complacido y gozoso. Nos necesitamos ahora, todos: esa es la profunda verdad práctica del paradigma de la neurodiversidad.