El autismo y el tiempo de la calma.

He pasado cuatro días en Viñac, provincia de Yauyos, en la sierra de Lima, a 3315 msnm. A seis horas de camino desde Lima metropolitana, cuatro por carretera y dos por trocha (camino rural sin asfaltar). Considerando esta distancia y las condiciones de parte de ella, y teniendo en cuenta que vivo en una parte de Lima colindante con el mar, es decir, prácticamente al nivel del mar (79 msnm), podría parecer algo a evitar. Sin embargo, es un precio bajo para encontrar la quietud.

Para ningún autista es un secreto, más bien, es un conocimiento claro, los bemoles de la vida en una ciudad más o menos grande. A la probable contaminación auditiva y visual se añaden otros tantos factores de sobrecarga sensorial según el perfil de cada quien. A esto hay que sumarle el tumulto, la masificación necesaria en los servicios y el ritmo incesante y acelerado de las calles, reflejo de una época de velocidad, datos y competencia de norte incierto. El apremio no es solo sensorial sino también cognitivo y afectivo, ya que a mayor densidad demográfica, más impersonales y hostiles se tornan las formas de relacionarse.

Este escrito no pretende, al menos no totalmente, ser una “Oda a la vida retirada”. Mi intención es señalar cómo el movimiento actual de nuestras urbes no beneficia a ningún sistema nervioso en general, y menos aún al autista en particular. El estrés relacionado con la dificultad para adaptarse a un ritmo de competitividad y productividad sin meta ni sentido claros es único en nuestra historia. Sin grandes relatos en los que reconocernos, sin nociones de verdad o ideales cohesionadores, solo podemos apoyarnos vanamente en la última información que aparece al hacer scroll mientras dure; la exposición permanente, el “like” y la burbuja en red no bastan para eludir la falta, aquello donde el consumo no puede operar: la función narrativa, la historia personal en la que podemos unificar instantes constantes e identificables con otros más difusos y variables, pero no menos propios, dentro de la palabra “Yo”.

En continua fragmentación y sin pausas, no es de extrañar la serie de colapsos y el halo depresivo que, como señala Byung-Chul Han, caracteriza a “la sociedad del burnout”. Por nuestra forma de procesar y comprender las distintas informaciones, los autistas seguimos buscando nociones y patrones de verdad, logramos equilibrar lo objetivo y lo subjetivo, y articulamos una historia cohesionada entre lo accidental y lo continuo en nuestras vidas. Nuestra manera monotrópica de procesar el mundo, orientada al detalle antes que al contexto, requiere tiempo, más del usual, así como cierta quietud y adaptación sensorial para completar cada secuencia de información.

Bien mirado, si nuestras sociedades aprendieran y adoptaran un tipo de vida más cercana a la autista, podrían producir creativamente, asegurar el sentido individual y colectivo, y encontrar nuevamente parámetros de reconocimiento y cohesión. Trágicamente, somos quienes más expuestos estamos a la maquinaria del descarte y la exclusión. La forma en que nuestros cerebros y mentes han evolucionado es aprovechada solo bajo ciertas circunstancias y de modo puntual. Entregados a la vorágine actual, la mayoría de nosotros verá truncadas sus expectativas y motivaciones presentes, y será relegada de todo anhelo de bienestar.

A 3315 msnm, en Viñac, la vida transcurre con calma. Hay tierras privadas y comunales. Sus ancianos pastorean largas distancias y en sus niños brilla la amabilidad. No todo es idílico, pues así como con nosotros, este tipo de sociedades busca ser homogeneizada, sepultada bajo el tapiz de lo igual. Durante el viaje, en las largas caminatas, pude observar muchas casas desperdigadas en las laderas y campos, abandonadas y derruidas por el tiempo. Los más viejos mueren, y los más jóvenes buscan las ciudades para saborear un poco los espejismos del progreso.

En estos días he conocido un ritmo sereno, sin ruidos inesperados ni abrumadoras disonancias. En medio de la pobreza, condena del sistema a quienes se niegan o no pueden adaptarse, aún se aprecia un respeto por los ritmos naturales, por una distribución del tiempo que no puede ser contabilizada ni explotada por mano propia. El tiempo productivo, el del solo hacer, extingue toda posibilidad de contemplación y espiritualidad. No es siquiera una época de la muerte de Dios, sino la del propio espíritu. Espíritu viene de “spiritus”, aliento, “soplo de vida”. Vivimos una época en la que no se respira.

La vida autista y sus tiempos serían un modelo adecuado a las necesidades y la dignidad de cada neurotipo, pienso mientras desciendo al nivel del mar y me adentro en el ruido y el tráfago de tantos seres exánimes.

Por Ernesto Reaño

Hola a todos y todas, soy psicólogo y lingüista. Estudié psicología clínica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Hice mi máster en Ciencias del Lenguaje por la Sorbonne Nouvelle Paris – III (Francia). Realicé especializaciones doctorales en la Universidad Autónoma de Madrid y la Université de Limoges. Hice mi doctorado en Ciencias del Lenguaje por la Université Sorbonne Nouvelle Paris - III (Francia). Desde el 2008 en que regresé al Perú, me a la investigación, dignóstico e intervención en Condiciones del Espectro Autista En el 2009 fundé el Equipo de Investigación y Trabajo en Autismo (EITA). Doy conferencias, seminarios y talleres en el Perú y en el extranjero y soy profesor universitario desde el 2006. En el 2007 escribí el libro “El retorno a la aldea. Neurodiversidad, autismo y electronalidad.” Fui invitado a la ONU el 2 de abril de 2019 en el marco del día mundial de concientización del autismo “Tecnologías de asistencia, participación activa” como ponente en el panel “Comunicación: un derecho humano”.

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