Cuando revisamos la bibliografía, los planes de intervención y los proyectos, parecería que el autismo deja de existir al terminar la escuela. Tenemos abundante información para la infancia, pero disminuye hacia la adolescencia y casi desaparece para la vida adulta.
En otro escrito, hemos reflexionado sobre este tema. El adulto autista ya no resulta tan atractivo para aquellos que convierten el derecho a la accesibilidad y los ajustes razonables en una oportunidad para obtener beneficios personales. Además, el adulto autista, con todas las profundas dificultades que puede presentar, denuncia en sí mismo el fracaso de las políticas «inclusivas», la falta de conciencia y la exclusión persistente que han soportado, ya sea de manera directa o velada.
Hoy quiero referirme a lo que viene después, durante los estudios superiores. Imaginar un futuro más allá de los largos años escolares es complicado para muchos autistas. Esto se debe no solo a los desafíos en las llamadas «funciones ejecutivas» (habilidades cognitivas que permiten alcanzar metas y se orientan hacia el futuro en general), sino también a la desesperanza arraigada en el período escolar.
¿Cómo podría ser de otra manera si durante el presente continuo y en mi pasado he sido invalidado por mi forma de ser y de expresar mis afectos? ¿Cómo saber lo que deseo si se me ha enseñado que debo ser alguien que no soy, que debo desear aquello que no entiendo ni anhelo? ¿Cómo puedo entenderme como parte de una comunidad si constantemente he sido marginado? ¿De qué manera puedo afirmar un proyecto de vida si el presente es insoportable? Cuando el entorno enseña y demuestra que, sin importar lo que haga, el resultado será doloroso y frustrante, entonces aparece la desesperanza aprendida. Y con ella, la pasividad ante la vida, el transcurso sin energía, la incapacidad para imaginar escenarios y futuros distintos.
Sin embargo, a menudo existe una pequeña grieta por donde comienza un proceso de resiliencia. Alguien más que mira de manera diferente, cuya mirada no provoca vergüenza; que evoca un vago recuerdo, casi intacto, de momentos felices que, finalmente, sí existieron. Un entorno que muestra una extraña tranquilidad, donde puedo dar algunos pasos atrevidos y, después de algunos tropiezos, empezar a acostumbrarme, conocer y disfrutar, apropiándome de esta idea llamada «seguridad». Y así comenzar a conectar nuevamente, a forjar lazos, a esperar y confiar. El pasado viernes experimenté un espacio así durante una charla que di sobre neurodiversidad para la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Allí no solo me encontré con docentes que tenían un genuino deseo de adquirir conocimientos y estaban preocupados por las herramientas necesarias para brindar un apoyo empático y respetuoso. No solo estaban aquellos que lideraban esta iniciativa, que buscaba convertir la universidad en un espacio amigable para aquellos que rara vez se han sentido con el derecho de estar presentes. Estaban, sobre todo y gratamente, dos docentes autistas. No solo se presentaron como tales, poniendo su identidad en primer lugar, sino que también se ofrecieron para respaldar cualquier proceso de acompañamiento, concienciación y convivencia. Fue una oportunidad inesperada, reflejada en los susurros de sorpresa en el auditorio, las miradas de reconocimiento y la proximidad de la diversidad: así es como nos conocemos y nos volvemos próximos. En una misteriosa simplicidad.
Dos docentes universitarios autistas en esa sala nos presentaron la realidad del adulto autista que no solo ha completado una carrera, sino que también la domina lo suficiente como para transmitirla de manera efectiva. ¿Quiénes podrían ser mejores mentores para estudiantes neurodivergentes? ¿Quiénes podrían ser mejores guías en los procesos de acompañamiento académico? Su presencia también hace notar las ausencias. Seguramente hay más docentes autistas en la universidad, pero no todos los estudiantes autistas que deberían estar con nosotros, lo están. Sería un error intentar convertir a estos docentes en fuentes de inspiración. Sus méritos y su historia les pertenecen y les permitirán guiar de manera excepcional a sus estudiantes, pero no resolverán las desigualdades y la marginación de tantos estudiantes que no lograrán avanzar solo con desearlo. Contrariamente a la cultura del pensamiento positivo, «querer no siempre es poder»; se necesitan entornos amigables, ajustes razonables, confianza en los demás y en la vida. Solo en esta situación la inspiración tiene un propósito, solo aquí los modelos nos impulsan hacia la afirmación personal. Fuera de esto, es simplemente un «porno inspiracional», como lo describió Stella Young: la discapacidad como fuente de inspiración que ignora cualquier obstáculo justificado, «si él puede, tú no tienes excusa».
Lo fundamental es saber cómo lograron superar sus propias adversidades, qué condiciones se presentaron en medio de ellas, para poder eliminarlos para quienes vendrán, para afirmar las habilidades y herramientas que remonten el revés y el fracaso.
Cada autista debe entender que su existencia persiste más allá de la escuela, que su vida les pertenece y que un futuro espera sus decisiones autónomas, su agencia para llevarlas a cabo, en una comunidad donde vivan en interdependencia. Todos los autistas necesitan saber que esto es posible, imaginable, con esperanza básica en el porvenir. Para lograrlo, la sensación de seguridad debe ser constante en el presente, sin excluir el inevitable sufrimiento, las numerosas caídas y las zonas de dolor inherentes a la existencia. La fe, como confianza razonada en recuperar la seguridad, debe haber sido inculcada desde los primeros pasos.
Y esto es válido para todos, todos merecemos sentir seguridad, tener fe en la vida, para poder cuidar, para mantener el acto del cuidado. Necesitamos una ética y una cultura del cuidado que nos devuelvan la amabilidad hacia nuestra diferencia primordial.