Ayer revisaba una edición de la poesía completa de Constantin Cavafis y reparé en este poema que hacía muchos años no leía:
CUANTO PUEDAS
Aunque no puedas hacer tu vida como quieras,
inténtalo al menos
cuanto puedas: no la envilezcas
en el trato desmedido con la gente,
en el tráfago desmedido y los discursos.
No la envilezcas a fuerza de trasegarla
errando de continuo y exponiéndola
a la estupidez cotidiana
de las relaciones y el comercio
hasta volverse una extraña inoportuna.
Desde la primera lectura, ya lejana, hasta hoy ha transcurrido bastante: ha transcurrido el autismo. No sólo mi trabajo en el campo, sino mi propia identificación. Y es difícil no leerlo desde esta perspectiva.
Como autistas, vivimos en un mundo ajeno a nuestras características y necesidades, aunque (y esto cuesta descubrirlo) no por ello menos propio. A fuerza de ser marginados y ante la humana necesidad de pertenecer, terminamos intentando (vano intento, lo sabremos) mimetizarnos lo más posible con el contexto y sus normas. A formas tan extrañas como nocivas para nuestra sensibilidad.
Tratamos de mostrar lo “capaces” que podemos ser en un juego para el cual nos faltan los saberes previos y la mayoría de las piezas esenciales. Uno donde no podremos entrever el final de la partida. Tampoco ganar.
Si nos esforzamos en detenernos, quizá podamos, en este antiguo texto, oír las voces de todos los autistas pasados susurrándonos:
“Gilgamesh, ¿a dónde vas con tanto afán?
No encontrarás la vida que buscas.
Cuando los dioses crearon a la humanidad,
para los humanos fijaron la muerte,
pero la vida la retuvieron en sus manos.”
(Poema de Gilgamesh, Mesopotamia, 2100 a.C.)
“Aunque no puedas hacer tu vida como quieras,
inténtalo al menos
cuanto puedas.”
Siendo la muerte inevitable, ¿con qué vida deberíamos llegar? Mientras tanto, palidece el tiempo aún retenido en nuestras manos.
Algunos autistas alcanzan la adultez con ciertos privilegios reservados para quienes logran cumplir con los estándares del capacitismo. Otros son expulsados de dicho reino y viven existencias bastante precarias. Para los primeros, existe cada día la intuición, cuando no la certeza, de que la felicidad mora en otra parte. No en la vida tal como viene siendo vivida ni en los logros cosechados. Para los segundos, el fracaso en seguir intentándolo, el ya no intentar una vida neuronormada, puede abrir paso a otra de mayor claridad: una propia. ¿Podría ser peor?
La llamada al refugio en el yo y su cuidado, al alejamiento de los afectos banales y del oropel de las distinciones cotidianas, no debe entenderse como un extrañamiento del mundo o el cultivo de la misantropía. No. Quiere decir poder tender lazos y vínculos del modo reservado a nuestro querer, a nuestro poder. No el esperado, no el dictado por la neuronorma, no el del código a seguir por el breve tiempo a aguantar. No vale la pena.
Con toda la sociedad en contra, en cada uno de sus dictados y de sus mitos —el del éxito y su gloria—, siempre nos queda un trozo de realidad al que podemos llamar nuestro jardín. Por muy modesto que sea, vale cada esfuerzo e instante invertidos, porque depende de la vida refugiada en nuestras manos.
Hay una vida más allá de la uniforme, homogénea, modelada, gris. Una distinta de la que dejará una terrible sensación de estafa. ¿Qué otra cosa que la trampa y el fraude podría uno esperar de una vida prometida por un sistema centrado en el dinero y el consumo?
Otra vida es posible, otra a descubrir y asumir. Y cuando la tengas y cuanto dure, espero, para ti, que sea una vida, tu vida autista.