A mediados de la semana pasada, una noticia sacudió las redes vinculadas al autismo. Científicos del Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona habrían identificado el mecanismo molecular causante del autismo. Concretamente, señalaron que la pérdida de un pequeño segmento de la proteína CPEB4 sería la clave. Con este hallazgo, se abriría la posibilidad de crear fármacos para subsanar este “error”.
Como suele ocurrir, esta revelación dividió las opiniones en dos bandos bien marcados: por un lado, autistas y, por otro, cuidadores de autistas “severos”. Entrecomillo esta palabra no porque sea de mi uso en relación con el autismo, sino por el empleo que hacen de ella quienes señalan tener un familiar así.
Para la mayoría de los autistas vinculados en el debate, sobre todo desde el paradigma de la neurodiversidad, el autismo no es una enfermedad, sino un neurodesarrollo atípico: un neurotipo ligado a una condición de vida, a un modo distinto de ser y de estar en el mundo. Describir al autismo como un error a subsanar o como una enfermedad a curar no es nuevo, pero, al igual que tantas otras veces, ofende nuestra existencia. Se habla ligeramente sobre nosotros, como si fuésemos los ratones de laboratorio de su estudio; como si no entendiéramos; como si fuésemos humanos de segunda categoría, condenados, un día, gracias a la ciencia y su progreso, a desaparecer para salvar al humano típico cautivo, del cual seríamos mera cáscara.
Nuestros reclamos, nuestra indignación y nuestra decisiva rabia chocan contra el esperanzado festejo de quienes anhelan esa píldora, cápsula, inyección o brebaje redentor. “Tú no eres autista severo”, “Tú no tienes sus crisis”, “Tú hablas”, “Tú eres funcional”, “¿Quién va a cuidarlo cuando yo muera?”, etcétera. ¿Acaso una vida con mayores necesidades de apoyo podría tener menos valor? Al menos, su eliminación es vista, muchas veces, con menor repudio y con cierta justificación. Ese es el atenuante que se suele invocar para los filicidas de hijos discapacitados: “asesinato compasivo”, “homicidio piadoso”. Acostumbrados a no cambiar el mundo para cambiar a la persona, se asume que la única alternativa es transformar la vida en muerte.
De eso se trata. Al final, hechas las cuentas, la percepción personal, positiva o negativa, sobre la propia discapacidad depende del acceso a ajustes, apoyos, acomodaciones y cuidados. Y todo ello requiere cambiar el mundo. El “problema” de la discapacidad no es, en realidad, un tema de salud: es un asunto político. Se trata de conseguir todo lo que corresponde por derecho, de garantizarlo, de preservar la dignidad presente y venidera. Se trata de hacer política, de crear comunidades, de construir. De darle sentido y valor a la vida autista, para que el anhelo de nuestra desaparición sea reemplazado por el deseo de garantizar nuestro espacio en la mesa.
En todo el tiempo que llevo trabajando en el ámbito del autismo, he visto desfilar muchas curas —científicas y no—. He visto familias arruinadas, charlatanes (con bata o sin ella) impunes, la injusticia y la falta de equidad intactas. Pero el autismo, ¡ay!, siguió existiendo. Seguimos naciendo, estando, resistiendo. Seguimos creando comunidad: entre nosotros, con cuidadores o sin ellos, con aliados o solos, con nosotros y en nosotros.
Justamente, en nuestra comunidad, Autiblog desmonta esta noticia, la disecciona y la analiza, para mostrarnos cuán lejos se está de lo propuesto o insinuado sobre nuestra biología o sobre el fármaco mágico. Se trata, al fin, de una sórdida historia de dinero, patentes, acciones y lucro.
He hecho este preámbulo para presentar el artículo que lo ilumina todo. Autiblog ha utilizado la ciencia desde la perspectiva autista, pero también como un alegato político en favor de la valía de toda vida autista y de la fuerza de toda una comunidad que, con el saber y la razón de su lado, muestra su poder. Cuando la verdad se presenta de esta forma, entre datos y ética, se convierte en una celebración de lo justo y de lo bueno.
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