Cuando esto ocurra, piensa primero en quién te lo dice y por qué. Puede ser tanto una invalidación como algo expresado con “buenas” intenciones. Respira. Muchos están convencidos de que ser autista es algo negativo y, por eso, intentarán animarte diciendo que no lo eres porque no lo pareces, como si existiera una forma específica, canónica, de ser autista. Como si uno no pudiera estar orgulloso no solo de serlo, sino también de parecerlo. Estas “buenas” personas quizá no tengan la culpa de sus prejuicios y estereotipos, pero tampoco debemos aceptar una caridad no solicitada e innecesaria.
Montaigne decía: “Nadie está libre de decir estupideces; lo malo es decirlas con énfasis”. Quienes nieguen tu autismo lo harán con vehemencia, con intensidad, con una seguridad sospechosa. Estas personas parecen conocer más de ti, de tus pensamientos y sentimientos, de tus aciertos y tropiezos, tus esfuerzos y limitaciones, dichas y dolores. Y su empecinamiento, su insistencia en la descalificación, también genera recelo.
Probablemente, estas personas tengan, desde su perspectiva, razones fundadas para su frustración, transmutada en ataque. Muchas de ellas son cuidadores de autistas no hablantes o con notables necesidades de apoyo. A sus ojos, somos falsos autistas, autistas sin problemas, personas que han logrado mucho para ser autistas (trabajo, estudios, pareja, hijos, etc.), celebrando ser justamente lo que “aqueja” a sus hijos, lo que destruye sus vidas.
Creen que el paradigma de la neurodiversidad habla solo por los autistas “leves” cuando, en realidad, “leve” y “severo” son etiquetas engañosas. Quien sea calificado como lo segundo verá diluidas y minimizadas sus potencialidades; se dejará de considerarlo competente: “que no haga X porque es severo”, “no hace Y porque es severo”. Quienes se encuentren en el primer grupo verán disminuidas sus necesidades de apoyo: “pero si es leve, que ponga más voluntad”, “¿no que era leve? ¿Entonces por qué no lo logra?”
Desde el paradigma de la neurodiversidad, tampoco negamos la discapacidad. Nos oponemos a ver nuestros impedimentos como deficiencias, anormalidades o trastornos. Nuestros impedimentos son parte de una diferencia que, en contacto con el entorno, provoca la discapacidad. No exculpamos a la sociedad, sino que trasladamos su responsabilidad en el engranaje de la maquinaria capacitista. Sabemos, además, que incluso con todos los apoyos y ajustes, la percepción subjetiva de la discapacidad no desaparecerá para muchos de nosotros, y la necesidad de cuidados más o menos permanentes será inevitable para muchos a lo largo de su vida. Pero incluso en estas situaciones, nos negamos a ver disminuida su dignidad y toda expresión de autonomía, toda posibilidad de agencia, para lograr una situación de interdependencia y no de dependencia.
Menos aún pretendemos valorar una vida como mejor que otra. Quien así lo piense está cegado por los ideales productivistas del neoliberalismo actual, donde el éxito y la prosperidad se consideran asuntos individuales y donde cada quien se mide en relación con su hacer, y no con su ser. Ontológicamente, en razón de nuestra naturaleza humana y por derecho natural, todos somos igualmente dignos. Nuestra dignidad puede verse modificada por nuestras decisiones morales, el entorno social y nuestras cavilaciones existenciales. Pero nunca, en esencia, alguien será más digno o importante que otro. Esa es la ética del paradigma de la neurodiversidad.
Cuando te digan que no pareces autista, considera desde dónde viene la voz. Si es desde la ignorancia que merece ser educada, desde las “buenas intenciones” de las que dicen que está empedrado el infierno, o desde la violencia como subproducto del duelo y su dolor… Y luego mira hacia ti y discierne: ¿tengo ganas y tiempo de educar? ¿Tengo ganas y tiempo de pelear y desgastarme? ¿Dependo de esa opinión? ¿Es necesaria mi respuesta? ¿Elijo esta batalla? ¿Es lo mejor para mí?
Ya sea que respondas, bloquees al intruso, abandones el lugar, seas compasivo, te enfurezcas o eduques, no hay una respuesta equivocada. Quizá haya un mejor momento para cada cosa. Hasta comprender que no le debemos explicaciones ni demostraciones a nadie. Quien nos quiere bien ni las necesita ni las pide. Donde exista el afecto genuino y el respeto, ese es nuestro lugar, el nuestro.
Cuando te digan que no pareces autista, considera su limitación o su miseria moral y guarda fuerzas. Para responder adecuadamente, si eso deseas. Para retomar tu vida luego de ese paréntesis. Para no desviarte de ti mismo: ¿qué vas a hacer con tu única y divergente vida, la que es y parece autista?