Este texto comienza su redacción en Madrid y continuará a bordo de un tren rumbo a Salamanca. He venido para participar en dos actividades relacionadas con el autismo, (re)encontrarme con amigos autistas (y no autistas) y, seguramente, conocer a otros nuevos. Tanto la participación como la amistad llevan, en este caso, el sello imponderable del autismo y la conexión humana. Es menor, entonces, lo académico frente al amor que lo anima y convoca.
Por ello, y porque mi esposa y mi hija me acompañan, este viaje suspende mis rutinas, horarios y constancia. Estos días, hechos de instantes, parecen estar compuestos de la misma materia que los sueños.
En los últimos artículos he intentado explicar aquello que, desde fuera, se denomina “inflexibilidad” en nuestro procesamiento cognitivo. La percepción que privilegia el detalle y la búsqueda constante y natural de patrones determinan la constancia y dirección de nuestros objetivos. A esto, en parte, se le llama “inercia autista”: una vez iniciada la visión de túnel hacia un objeto o tema, resulta difícil desacelerarla. También he hablado de nuestros errores de predicción (el modelo HIPPEA), a los que otorgamos una relevancia inusitada, tendiendo a estancarnos en ellos en lugar de reformular alternativas.
Sin embargo, existe otro aspecto igualmente crucial en nuestra historia: el del autismo. Perseguir apasionadamente nuestros intereses profundos, lanzarnos en picada hacia el detalle más oculto, resume una parte esencial de nuestra creatividad y talento. En esos instantes somos como una flecha disparada, reconociendo cada punto de su trayectoria, deteniendo el momento y, a la vez, imparables en nuestro recorrido hacia la diana. Allí reside el acto mismo, la esencia de nuestra terquedad, constancia y perseverancia; de nuestro extrañamiento del mundo que acontece en los márgenes, porque para nosotros la vida transcurre por delante, a través de ese túnel donde se concentran las mociones de nuestra existencia.
Una vez trazado el objetivo, poca importancia tienen las desventuras cotidianas. El hiperfoco también cumple una función protectora, una coraza contra la oscuridad del tiempo. A muchos de nosotros se nos consideró sordos en la infancia porque, concentrados como estábamos en un objeto o estímulo, no respondíamos al oír nuestro nombre. La intensidad del foco en un canal sensorial desactiva los otros. ¿Qué puede significar el lejano sonido de mi nombre cuando estoy contemplando la porción más importante del universo? Ese hiperfoco también nos ha salvado de tantos gritos y discusiones, de pequeñas o grandes tragedias familiares. Sin embargo, no es permanente, y cuando somos arrojados al mundo, sus dinámicas nos hacen añorar aquellos momentos de alegría plena de los que fuimos arrancados.
Quizás así sea el cielo autista: dedicados eternamente a nuestros intereses especiales y al stimming… Sin excluir, claro, a las buenas personas con quienes podemos compartirlos, o incluso realizarlos en su compañía, por amor a su presencia.
Este viaje trata de eso, una fracción de lo perenne irrumpiendo en lo cotidiano: la familia, los amigos autistas, los amigos no autistas, el autismo como historia alrededor del fuego. Todo, a la vez. Hoy soy esa flecha disparada, recorriendo la dicha de cada punto en el espacio sin preocuparme por el final. Los márgenes son detalles de un tiempo en otra parte. Cuando esto ocurre, pienso que no cambiaría mi autismo por nada. Pienso en la serena y tempestuosa alegría autista.
